¡Os habéis conjurado para hacerme morir poco a poco!

Diciendo estas palabras, Fitz-Alwine arrancó una antorcha de manos de uno de los hombres y se precipitó en la capilla. Christabel, de pie, parecía sumida en profunda meditación.

—¡Registrad todos los rincones y recovecos, traedle vivo o muerto! —dijo el barón.

Los soldados obedecieron.

—¿Qué haces aquí, hija mía?

—Estoy rezando, padre.

—Sin duda lo hacéis por un criminal que merece ser ahorcado, ¿no es así?

—Rezo por vos ante la tumba de mi madre; ¿no lo veis?

El barón escrutó con la mirada el rostro de la joven.

—No los encontramos —dijo uno de los soldados.

El barón dijo a la muchacha en tono severo:

—Volved a vuestros aposentos, milady; y vosotros, montad a caballo y corred al camino de Mansfelwoohaus; seguramente los prisioneros tomaron ese camino y los atraparéis con facilidad; los quiero a cualquier precio ¿oís? ¡como sea!

Los soldados obedecieron; Christabel se alejaba cuando Maude entró en la capilla, corrió hacia su señora y, poniéndose un dedo en los labios, dijo a media voz:

—¡Salvados! ¡salvados!

La joven lady juntó piadosamente sus manos para dar gracias a Dios, y partió seguida de Maude.

—¡Deteneos! —gritó el barón, que había oído el cuchicheo de la doncella—. Señorita Hubert Lindsay, quisiera charlar un momento con vos. ¡Y bien! acercaos; ¿tenéis miedo de que os devore?

—Estáis tan furioso, tan encolerizado, que no me atrevo…

—Señorita Hubert Lindsay, sé de vuestra astucia y sé que no os asustáis de un fruncimiento de cejas. Sin embargo, si así lo quisiera, os haría temblar realmente, y no estéis tan segura de que no lo vaya a hacer… Ahora, decidme: ¿quién se ha salvado?

¡He escuchado vuestras palabras, mi hermosa descarada!

—No dije que nadie se hubiese salvado, monseñor —respondió Maude jugando cándidamente con las largas mangas de su vestido.

—¡Ah! ¡no habéis dicho que alguien se había salvado, encantadora comedianta! Quizás habéis dicho que se habían salvado; no uno, sino varios.

La doncella movió la cabeza negativamente.

—¡Oh! ¡la mentirosa cogida en su mentira!

Lord Fitz-Alwine siguió a Maude improvisando un largo monólogo lleno de diatribas contra la astucia de las mujeres. La sonriente insolencia de Maude había excitado los feroces instintos del barón; habría dado la mitad de su fortuna a cambio de que le entregaran inmediatamente a Allan y Robín, y, para matar el tiempo hasta la vuelta de los soldados enviados en su persecución, el barón decidió ir a desahogar su mal humor con lady Christabel.

Maude, que oía al barón ir tras sus pasos, temió alguna violencia y huyó rápidamente con la antorcha, de suerte que se quedó de repente sumido en una profunda oscuridad, por lo que empezó a escupir una nueva serie de maldiciones contra Maude y contra el universo entero.

"¡Grita, grita, barón!", pensaba Maude mientras se alejaba; pero, más traviesa que mala, le remordió el pensar en el débil viejo al que abandonaba en las negras galerías; se detuvo y creyó oír gritos de angustia.

—¡Socorro! ¡Socorro! —clamaba una voz sorda y ahogada.

—Creo reconocer la voz del barón —exclamó Maude regresando valientemente—. ¿Dónde estáis, señor? —preguntó.

—¡Aquí, bribona, aquí! —contestó Fitz-Alwine; y su voz parecía venir del fondo de la tierra.

—¡Dios del cielo! ¿Cómo habéis caído ahí? —gritó Maude deteniéndose en lo alto de la escalera, y con la ayuda de la antorcha la joven vio al barón tendido sobre los escalones y frenado en su caída por un objeto que le cerraba el paso.

El furibundo individuo había tropezado igual que el desdichado soldado que se había matado cuando iba a ordenar el cierre de las puertas del castillo; pero gracias a la coraza que siempre llevaba bajo su jubón, el barón había resbalado por los escalones sin herirse, y sus pies habían encontrado un punto de apoyo en el cadáver del soldado. Esta caída produjo sobre la cólera del castellano el efecto que produce la lluvia sobre un fuerte viento.

—Maude —dijo levantándose trabajosamente y agarrado a la mano de la muchacha—, Maude, Dios os castigará por haberme faltado al respeto hasta el punto de abandonarme sin luz en la oscuridad.

—Perdón, señor; yo seguía a milady y creía que uno de vuestros soldados os acompañaba con una antorcha.

Sentada ante una mesita iluminada por una lámpara de bronce, Christabel contemplaba atentamente un pequeño objeto que tenía en la palma de la mano; al entrar el barón, lo escondió.

—¿Qué bagatela es esa que acabáis de esconder tan prestamente? —preguntó el barón sentándose en el sillón más mullido del cuarto.

—Ya estamos otra vez —murmuró Maude.

—¿Qué decís, Maude?

—Digo, señor, que parecéis sufrir bastante.

El taimado barón lanzó a la joven una mirada llena de cólera.

—Hija mía —prosiguió con voz extraordinariamente tranquila pero preñada de severidad—, hija mía, si el objeto que acabas de ocultarme no tiene relación con ninguna falta cometida o no te trae a la memoria ningún recuerdo censurable, enséñamelo; soy tu padre, y como tal debo vigilar tu conducta; si por el contrario es una especie de talismán y tienes que avergonzarte por tenerlo, enséñamelo también; además de mis derechos, tengo deberes que cumplir: impedirte que caigas en un abismo si estás al borde de él, sacarte si ya has caído. Una vez más, hija mía, te pregunto qué objeto es ese que escondes en tu seno.

—Es un retrato, milord —contestó la joven temblorosa y colorada por la emoción.

—¿Y ese retrato es de…?

Christabel bajó los ojos sin contestar.

—No abuses de mi paciencia… hoy estoy teniendo mucha, es verdad, pero no abuses; responde, es el retrato de…

—No puedo decíroslo, padre mío.

Las lágrimas ahogaron la voz de Christabel, pero pronto se rehízo y continuó en tono firme:

—Sí, padre mío, tenéis el derecho de preguntarme, pero yo me atrevo a otorgarme el de no responder; mi conciencia no me reprocha el haber hecho nada contra mi dignidad ni contra la vuestra.

—¡Bah! Tu conciencia no te reprocha nada porque está de acuerdo con tus sentimientos; es muy bonito y muy moral lo que dices, hija mía.

—Creedme padre, nunca deshonraré vuestro nombre; me acuerdo demasiado de mi pobre y santa madre.

—Lo que quiere decir que soy un viejo bribón… ¡Ah! es algo sabido desde hace mucho tiempo —aulló el barón—, pero no quiero que se me diga en la cara.

—Pero padre, no he dicho eso.

—Lo piensas. En una palabra, me importa un bledo la preciosa reliquia que me escondes con tanta persistencia; es el retrato del descreído al que amas a pesar de mi voluntad, y ya tengo más que vista esa diabólica fisonomía. Ahora escuchadme bien, lady Christabel: nunca os casaréis con Allan Clare; antes que consentirlo os mataría a los dos con mis propias manos. Os casaréis con sir Tristán de Goldsborough… No es muy joven, es verdad, pero tiene algunos años menos que yo, y yo no soy viejo… No es muy guapo, también es cierto, pero ¿desde cuándo da la belleza felicidad en el matrimonio? Yo no era guapo, y sin embargo milady Fitz-Alwine no me hubiese cambiado por el más vistoso caballero de la corte de Enrique II; por otra parte, la fealdad de Tristán de Goldsborough es una sólida garantía para vuestra futura tranquilidad… No os será infiel; sabed que es inmensamente rico y muy influyente en la corte; en una palabra, es el hombre que me… que os conviene más desde todos los puntos de vista; mañana le enviaré vuestro consentimiento; dentro de cuatro días vendrá a cumplimentaros él mismo, y, a fines de esta semana, seréis una gran dama, milady.

—Nunca me casaré con ese hombre, milord —gritó la joven- ¡nunca, nunca!

El barón se echó a reír.

—No se os pide vuestro consentimiento, milady, lo único que tenéis que hacer es obedecer.

Christabel, pálida como una muerta hasta entonces, enrojeció, y, retorciéndose convulsivamente las manos, pareció tomar una determinación irrevocable.

—¡Dios mío, apiadaos de mí! —exclamó Christabel con desesperación.

Durante toda una hora Fitz-Alwine estuvo paseando por su habitación pensando en los acontecimientos de la tarde.

Las amenazas de Allan Clare asustaban al barón, y la voluntad de su hija le parecía indomable.

"Quizá fuese mejor —pensaba—, tratar esta cuestión del matrimonio con suavidad. Después de todo yo la quiero; es mi hija, mi sangre; no quiero que se considere víctima de mis exigencias; quiero que sea feliz, pero también quiero que se case con mi viejo amigo Tristán, mi antiguo compañero de armas. Vamos a ver, voy a intentarlo adoptando la táctica de la dulzura".

Llegado ante la puerta de Christabel, el barón se detuvo, y unos sollozos desgarradores llegaron hasta él.

"Pobre pequeña", pensó el barón mientras abría con suavidad la puerta de la alcoba.

La joven estaba escribiendo.

—¿A quién escribís, señorita? —preguntó en tono furioso.

Christabel gritó y quiso esconder el papel en el mismo sitio en que escondió el retrato, pero el barón fue más rápido y se apoderó de él. Desesperada y olvidando que su noble padre nunca se había tomado el trabajo de abrir un libro ni coger una pluma, y que, consecuentemente no sabía leer, la joven quiso escapar de la alcoba, pero el barón la cogió del brazo y, sujetándola con facilidad, la retuvo junto a él. Christabel se desvaneció.

Fitz-Alwine abrió la puerta y llamó con voz tronante:

—¡Maude! ¡Maude!

La joven acudió presta.

—Desvestid a la señorita. —Y el barón se alejó gruñendo.

—Estoy sola con vos, milady —dijo Maude reanimando a su señora— ¡no temáis nada!

Christabel abrió los ojos y recorrió con la mirada desvaída la habitación; no viendo más que a su fiel servidora, le echó los brazos al cuello diciendo:

—¡Oh Maude! ¡Estoy perdida!

—Querida lady, confiadme vuestra desgracia.

—Mi padre se apoderó de una carta que escribía a Allan.

—Pero no sabe leer, milady.

—Hará que se la lea su confesor.

—Sí, si le damos tiempo; dadme rápido otro papel cuya forma sea semejante a la del que os han arrebatado.

—Toma; esta hoja suelta se parece…

La audaz Maude entró en la cámara del barón en el preciso momento en que éste se disponía a escuchar a su venerable confesor, quien ya tenía entre sus manos para leerla la carta de Christabel a Allan.

—Señor —dijo vivamente Maude—, milady me envía a pediros el papel que Vuestra Señoría cogió de su mesa.

Y diciendo esto, la joven se acercaba al confesor como una gata.

—¡Mi hija está loca, por san Dunstand! ¿Se atreve a enviarte con tal embajada?

—Sí, señor, ¡y ya está cumplida! —Maude se apoderó del papel que el monje tenía junto a la punta de la nariz para descifrar mejor la escritura.

—¡Insolente! —vociferó el barón lanzándose en persecución de Maude.

La joven saltó como un cervatillo hasta la puerta, pero se dejó alcanzar en el umbral.

—¡Dame ese papel o te estrangulo!

Maude bajó la cabeza, pareció temblar de miedo, y el barón arrancó de uno de los bolsillos de su delantal, en el que tenía las dos manos, un papel muy parecido al que el confesor debía descifrar.

—¡Mereces un par de bofetadas, maldita pécora! —dijo el barón amenazando con una mano a Maude y dando con la otra el papel al monje.

—No he hecho sino obedecer las órdenes de milady.

—¡Pues bien! Di a mi hija que sufrirá el castigo por tus insolencias.

—Saludo humildemente a Su Señoría —replicó Maude acompañando sus palabras con una irónica reverencia.

Entusiasmada por el triunfo de su estratagema, la joven entró alegremente en la alcoba de su señora.

—Veamos, padre, ahora estamos tranquilos; leedme lo que mi indigna hija escribe al pagano de Allan Clare.

El monje comenzó con voz gangosa:

«Cuando el invierno menos riguroso permite que se abran las violetas,

Cuando las flores nacen y las campanillas anuncian la primavera,

Cuando tu corazón llama a las miradas dulces y a las dulces palabras,

Cuando sonríes de alegría, ¿piensas en mí, amor mío?».

—¿Qué estáis leyendo, padre? —exclamó el barón—. Idioteces. ¡Condenación de Dios!

—Descifro palabra por palabra lo que hay en el papel, hijo mío; ¿queréis que prosiga?

—Por supuesto, padre, pero muy agitada encontré a mi hija para no haber escrito más que una estúpida canción.

El monje continuó su lectura.

«Cuando caen la escarcha y la nieve,

¿Piensas en el que te ama, amor mío?».

—¡Amor mío, amor mío! —repitió el barón—. No es posible, Christabel no escribía esta canción cuando la sorprendí. ¡He sido engañado! ¡Pero por san Pedro! no será por mucho tiempo. Padre, quisiera estar solo; buenas tardes, buenas noches.

—Que la paz sea contigo, hijo mío —dijo el monje retirándose.

Dejemos al barón rumiar sus planes de venganza y volvamos junto a Christabel y la traviesa Maude.

La joven escribía a Allan que estaba dispuesta a dejar la casa de su padre, y que los proyectos del barón sobre su matrimonio con Tristán de Goldsborough hacían necesaria esta cruel determinación.

—Yo me encargo de hacer llegar esta carta al señor Allan —dijo Maude cogiendo la misiva; y con este propósito fue a despertar a un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, hermano suyo de leche.

—Halbert —le dijo—, ¿quieres prestarme un gran servicio, es decir, a lady Christabel?

—Con placer —respondió el chico.

—Tienes que levantarte, vestirte y montar a caballo.

—Nada más fácil.

Diez minutos más tarde, Halbert, llevando su montura de la brida, escuchaba atentamente las instrucciones de la hábil doncella.

—Cruzarás la villa y parte del bosque, y desde allí alcanzarás una casa situada algunas millas antes del burgo de Mansfeldwoohaus. En esta casa vive un guardabosque llamado Gilbert Head; le darás esta carta rogándole que la entregue al señor Allan Clare y darás al hijo del guardabosque, Robín Hood, este arco y estas flechas que le pertenecen. Éstas son mis instrucciones; ¿has entendido bien?

—Perfectamente, linda Maude —contestó el muchacho—. ¿No tenéis otras órdenes que darme?

—No. ¡Ah! lo olvidaba… Di a Robín Hood, el propietario de este arco y estas flechas, dile… que pronto se le hará saber en qué momento podrá venir al castillo sin peligro, pues hay aquí una persona que aguarda su regreso con impaciencia… ¿Comprendes, Hal?

—Sí, comprendo.

Tenía ya el pie en el estribo cuando Maude añadió:

—Pero si encontraras tres personas, una de las cuales es un monje…

—El hermano Tuck, ¿verdad?

—Sí, no irás más lejos; sus dos compañeros son Allan Clare y Robín Hood, y cumplirías inmediatamente tu misión y regresarías a toda prisa. ¡En marcha! no dejes de contestar a mi padre cuando te pregunte el motivo de tu salida del castillo que vas a la ciudad a buscar a un médico para lady Christabel pues está enferma.

El puente levadizo bajó: Hal descendió al galope por la colina, y, más ligera que una golondrina, Maude se dirigió al cuarto de lady Christabel y anunció alegremente la salida del mensajero.

XI

La noche era tranquila y serena, las claridades de la luna inundaban el bosque, y nuestros tres fugitivos atravesaban con rapidez claros y montecillos, cruzando alternativamente zonas oscuras y luminosas.

El despreocupado Robín enviaba a los cuatro vientos estribillos de baladas de amor; Allan Clare, triste y silencioso, se lamentaba de los resultados de su visita al castillo de Nottingham, y el monje reflexionaba con muy poca alegría sobre la indiferencia de Maude para con él y los agasajos y atenciones que había tenido con el joven guardabosque.

—¡Y bien!, mi jovial Gilles, como dice la encantadora Maude, ¿en qué pensáis? Parecéis tan melancólico como una oración fúnebre.

—Enséñanos el camino de tu casa —contestó el monje en tono brusco— y deja de hablarme a tontas y a locas como un estornino, que es lo que eres.

—No nos enfademos, mi buen Tuck —dijo Robín apenado—. Si os he ofendido ha sido sin querer, y si es Maude la causa, es contra mi voluntad, pues, os lo juro por mi honor, no amo a Maude, y antes de haberla visto hoy por primera vez, ya había dado mi corazón a otra joven…

El monje se volvió hacia el joven guardabosque, le estrechó afectuosamente la mano y dijo sonriendo:

—No me has ofendido, querido Robín, me pongo triste de vez en cuando y sin razón.

—Si no os conduzco a casa de mi padre por el camino más corto —continuó Robín tras un momento de silencio—, es para evitar a los soldados que el barón habrá mandado en nuestra persecución en cuanto se haya dado cuenta de nuestra fuga.

—Piensas como un sabio y obras como un zorro, maese Robín —dijo el monje—; o no conozco a ese viejo fanfarrón de Palestina o antes de una hora estará pisándonos los talones con una tropa de estúpidos alabarderos.

Nuestros tres compañeros, rotos ya de fatiga, iban a cruzar una encrucijada, cuando, a la luz de la luna, vieron a un jinete bajar a galope tendido la pendiente de un sendero.

—Escondeos tras esos árboles, amigos míos —dijo Robín—. Voy a ver quien es ese viajero.

Armado con el bastón de Tuck, Robín se colocó de forma que atrajese las miradas del extraño; pero éste no le vio y continuó su camino sin frenar el galope de su caballo.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —vociferó Robín cuando vio que el jinete no era más que un niño.

—¡Deteneos! —repitió el monje con voz estentórea. El jinete dio media vuelta y dijo:

—¡Ah! Si mis ojos no son avellanas, aquí está el padre Tuck.