Buenas noches, padre Tuck.

—Bien dices, hijo mío —contestó el monje—. Buenas noches y dinos quién eres.

—¡Cómo, padre! ¿Ya no recuerda Vuestra Reverencia a Halbert, el hermano de leche de Maude, la hija de Hubert Lindsay, el portero del castillo de Nottingham?

—¡Ah! eres tú, maese Hal; ahora te reconozco. ¿Y cuál es la causa de que galopes de esta forma por el bosque pasada la medianoche?

—Puedo decíroslo, pues me ayudaréis a cumplir mi misión: es para entregar al señor Allan Clare una nota escrita por la bella mano de lady Christabel Fitz-Alwine.

—Y para darme ese arco y esas flechas que veo a tu espalda, muchacho —añadió Robín.

Allan gritó:

—La carta, charlatán, dame la carta.

Halbert lanzó una larga mirada de extrañeza y dijo tranquilamente:

—Tened, señor Robín, vuestro arco y vuestras flechas; mi hermana me ruega…

—¡Pardiez, muchacho! —gritó de nuevo Allan—. Dame la carta o te la arranco por la fuerza.

—Como gustéis, señor —respondió tranquilamente Halbert.

—Me arrebato, hijo mío —prosiguió Allan con suavidad—, pero esta carta es tan importante…

—No lo dudo, señor, pues Maude me recomendó con insistencia que sólo os la entregase a vos en persona si os encontraba antes de llegar a la casa de Gilbert Head.

Mientras hablaba, Halbert registraba sus bolsillos, metiéndolos y sacándolos; luego, tras cinco minutos de búsquedas simuladas, el pícaro dijo en tono lastimoso y apenado:

—¡He perdido la carta, Dios mío! ¡La he perdido!

Allan, desesperado, furioso, se precipitó hacia Hal, le desmontó y le echó al suelo. Felizmente, el chico se levantó ileso.

Robín le dijo:

—Busca en tu cinturón.

—¡Ah, sí! Olvidaba mi cinturón —contestó el joven medio riendo, medio reprochando al caballero con la mirada su inútil brutalidad.

—¿Y el mensaje que me estaba destinado, lo has perdido, amigo? —preguntó Robín.

—Lo tengo en mi lengua.

—Suéltalo, escucho.

—Helo aquí palabra por palabra: "Mi querido Hal", es Maude quien habla, "dirás al señor Robín Hood que pronto se le hará saber en qué momento podrá venir al castillo sin peligro, pues hay aquí una persona que aguarda su regreso con impaciencia". Éste es.

El monje preguntó:

—¿Y qué te dijo para mí?

—Nada, reverendo padre.

—¿Ni una palabra?

—Ni una.

—Gracias.

Y el hermano Tuck lanzó sobre Robín una furiosa mirada.

Allan, sin perder un momento, había roto el sobre de la carta y la leía a la luz de la luna:

Queridísimo Allan:

Cuando me suplicaste tan tiernamente, tan elocuentemente, que dejase la casa paterna, cerré mis oídos, rechacé tus peticiones pues creía entonces necesaria mi presencia para la felicidad de mi padre, y me parecía que no podría vivir sin mí.

Pero me engañaba cruelmente.

Sentí que la tierra se hundía bajo mis pies cuando, después de tu partida, me anunció que para finales de la semana sería la esposa de un hombre que no era mi querido Allan.

Mis lágrimas, mis ruegos han sido inútiles. Sir Tristán de Goldsborough llegará dentro de cuatro días.

¡Pues bien! Ya que mi padre quiere separarse de mí, puesto que mi presencia es una carga para él, le abandono.

Querido Allan, te he entregado mi corazón, te ofrezco mi mano.

Maude, que preparará todo para mi huida, te dirá lo que debes hacer.

Tuya,

Christabel.

P.D. El joven encargado de esta carta debe prepararte una cita con Maude.

—Robín —dijo Allan—, vuelvo a Nottingham.

—¿Estáis loco?

—Christabel me espera.

—Eso es otra cosa.

—El barón Fitz-Alwine quiere casarla con un viejo bribón amigo suyo; sólo puede evitar este matrimonio huyendo, y me espera… ¿Estaríais dispuesto a ayudarme en esta empresa?

—De todo corazón, señor.

—¡Bien! Reuniros mañana conmigo. Encontraréis a Maude o a un emisario suyo, quizá este joven, a la entrada del pueblo.

—Pienso, señor, que será más juicioso que vayáis primero a ver a vuestra hermana, a la que vuestra larga ausencia debe tener inquieta, y partiremos juntos al amanecer acompañados de unos muchachos cuyo valor y devoción os garantizo; pero, ¡silencio! Oigo el ruido de unos caballos. —Y Robín pegó el oído al suelo.

—Vienen del castillo… Son los soldados del barón que nos buscan. Señor, y vos, hermano Tuck, escondeos en la espesura; y tú, Hal, demuéstranos que eres digno hermano de Maude, monta en tu caballo, olvídate de que acabas de encontrarnos e intenta hacer entender a los soldados que el barón les ordena regresar inmediatamente al castillo; ¿entendido?

—Entiendo, estad tranquilo.

Halbert picó espuelas a su caballo, pero no fue lejos, la tropa le cerraba ya el paso.

—¿Quién vive? —preguntó el jefe.

—Halbert, caballerizo del castillo de Nottingham.

—¿Qué haces en el bosque a una hora en la que todo el que no esté de servicio debe estar durmiendo en paz?

—Os busco a vosotros; el señor barón me envía para deciros que volváis a toda prisa; se impacienta, os espera desde hace una hora.

—¿Estaba de mal humor cuando le dejaste?

—Sí. La misión que teníais encomendada no exigía una ausencia tan larga.

—Hemos ido hasta el poblado de Mansfeldwoohaus sin encontrar a los fugitivos, pero al volver tuvimos la fortuna de agarrar a uno de ellos.

—¿Ah, sí? ¿Y a cuál habéis cogido?

—A un tal Robín Hood; ahí está, bien atado, entre mis hombres.

Robín, escondido tras un árbol a pocos pasos de allí, adelantó con cuidado la cabeza para intentar ver al individuo que usurpaba su nombre, pero no lo consiguió.

—Permitidme ver a ese prisionero —dijo Halbert acercándose al grupo de soldados—. Conozco de vista a Robín Hood.

—Traed al prisionero —ordenó el jefe.

El verdadero Robín vio entonces a un joven que, como él, llevaba el traje de los bosques; tenía los pies atados bajo el vientre del caballo y las manos atadas a la espalda; un rayo de luna iluminó su rostro y Robín reconoció al más joven de los hijos de sir Guy de Gamwell, el alegre William, o mejor, Will Escarlata.

—¡Pero ése no es Robín Hood! —exclamó Halbert riéndose a carcajadas.

—¿Quién es entonces? —preguntó el jefe contrariado.

—¿Cómo sabéis que no soy Robín Hood? Vuestros ojos os engañan, joven amigo —dijo el Escarlata—; soy Robín Hood, ¿oís?

—Sea; entonces hay dos arqueros con el mismo nombre en el bosque de Sherwood.

Iba a marcharse el grupo cuando Robín se abalanzó hacia el caballo del sargento y dijo en alta voz:

—¡Alto! Yo soy Robín Hood.

Antes de obrar de esta forma, el valeroso muchacho había susurrado estas palabras a Allan:

—Si amáis la vida y amáis a Christabel, señor, no os mováis más que el tronco de cualquier árbol de éstos, y dadme libertad de movimientos. —Y Allan había dejado hablar a Robín sin comprender sus intenciones.

—¡Me traicionas, Robín! —gritó desconsideradamente Will Escarlata.

Al oír estas palabras, el jefe de la patrulla alargó el brazo y cogió a Robín por el cuello de su jubón a la vez que preguntaba a Hal:

—¿Es éste el verdadero Robín?

Halbert, demasiado astuto para responder categóricamente, eludió la pregunta y dijo:

—¿Desde cuándo me encontráis tan penetrante, señor, para recurrir a mis luces?

—No te hagas el idiota y dime cuál de estos dos pillos es Robín Hood; de lo contrario te llevaré esposado.

—El recién llegado puede responderos por él mismo; interrogadle.

—¡Ya os he dicho que soy Robín Hood, el verdadero Robín Hood! —gritó el pupilo de Gilbert—. El joven que lleváis atado en ese caballo es uno de mis buenos amigos, pero no es más que un Robín Hood de contrabando.

—Entonces van a cambiar las tornas —dijo el sargento—, y para empezar tomarás el lugar de ese «gentleman» de pelo rojo.

Will, desatado, se abalanzó hacia Robín: los dos amigos se abrazaron efusivamente; luego Will desapareció tras haber estrechado con fuerza la mano de Robín mientras le decía en voz baja:

—Cuenta conmigo.

Estas palabras eran sin duda alguna una respuesta a las que Robín le había dirigido durante sus abrazos.

Los soldados ataron a Robín en el caballo y la tropa se dirigió hacia el castillo.

Éstas son las causas del arresto de William: Al salir de casa de Gilbert Head, Escarlata había dejado a su primo Pequeño Juan que volviese solo al «hall» de Gamwell, y se había dirigido hacia la parte de Nottingham con la esperanza de encontrar a Robín. Tras una hora de camino, oyó relinchos de caballos, y firmemente convencido de que eran Robín y sus amigos los que se acercaban, Will había entonado con toda la fuerza de sus pulmones y con su voz más abominablemente falsa la balada de Gilbert, que acaba así: "Ven conmigo, amor mío, querido Robín Hood", y los soldados del barón, engañados por esta invocación a Robín Hood, le habían rodeado y atado gritando: ¡Victoria!

Will, comprendiendo entonces que un peligro amenazaba a su amigo, no había dicho quién era. Ya sabemos el resto.

El grupo partió con Robín; Allan y el monje salieron de su escondite, y Will, surgiendo de entre unos arbustos, se les apareció como un fantasma.

—¿Qué os ha dicho Robín? —preguntó Allan.

—Literalmente esto: "Mis dos compañeros, un caballero y un monje, están escondidos cerca de aquí. Diles que vengan a encontrarse conmigo mañana al amanecer en el valle de Robín Hood, el cual ya conocen; tú y tus hermanos les acompañaréis, pues necesito brazos fuertes y corazones esforzados para triunfar en mi empresa; tenemos que proteger a unas mujeres". Eso fue todo. Consecuentemente, señor caballero —añadió Will—, os aconsejo que vengáis en seguida al «hall» de Gamwell; hay menos distancia que hasta la casa de Gilbert Head.

—Quiero abrazar esta noche a mi hermana, y está en casa de Gilbert.

—Perdón, señor; la dama que llegó ayer a casa de Gilbert en compañía de un caballero está ahora en el «hall» de Gamwell.

—¡En el «hall» de Gamwell! ¡Es imposible!

—Perdonadme, señor; miss Mariana está en casa de mi padre, y os contaré mientras andamos cómo llegó allí.

XII

Escuchaba el barón negligentemente la lectura de cuentas que le hacía un administrador, cuando Robín, custodiado por dos soldados, y precedido por el sargento Lambic, nombre que habíamos olvidado dar antes, fue introducido en la habitación.

Inmediatamente el impetuoso barón impuso silencio a su lector y se adelantó hacia el grupo lanzando unas miradas que no presagiaban nada bueno.

El sargento miró a su señor, cuyos temblorosos labios se entreabrían, y creyó observar las reglas de la cortesía dejando que hablara él primero: pero el viejo Fitz-Alwine no era hombre que esperase pacientemente que el sargento quisiera darle su informe, por lo que le dio una sonora bofetada como si le dijera: escucho.

—Esperaba… —balbuceó el pobre Lambic.

—Yo también esperaba. ¿Y cuál de nosotros dos debe esperar, por favor? ¿No ves, imbécil, que escucho desde hace una hora?… Pero sepa usted primero, mi querido señor, que ya me han contado vuestras hazañas, y que, sin embargo, os haré la merced de oír por segunda vez el relato de vuestra propia boca.

Lambic contó la detención del verdadero Robín.

—Olvidáis un pequeño detalle, señor; no me habéis dicho que soltasteis, tras haberle capturado, al bribón cuyo arresto me interesaba especialmente. Muy espiritual de vuestra parte, señor.

—Es la verdad, señor —respondió Lambic, que había omitido por prudencia este episodio de su expedición por el bosque.

—¡Ven aquí, Robín! —gritó el barón con voz de trueno y dejándose caer en el sillón.

Los soldados empujaron a Robín acercándolo hasta el barón.

—¡Muy bien, joven bulldog! ¿Siempre ladras tan fuerte? Voy a decirte lo que ya te dije anteriormente; contestarás sinceramente a mis preguntas, de lo contrario ordenaré a mi gente que se encargue de ti, ¿entendido?

—Interrogadme —contestó Robín fríamente.

—¿Dónde está? ¿Qué hace?

—¿De quién habláis, milord?

—Lo sabes muy bien, joven bellaco; hablo de Allan Clare, tu cómplice, tu amigo.

—Vi a Allan Clare anteayer por vez primera.

—¡Qué corrupción, gran Dios! ¡Los sinvergüenzas de hoy se atreven a mentirnos en nuestra cara! ¡Ya no hay buena fe ni respeto desde que los niños aprenden a descifrar libros! Mi propia hija sufre la influencia de este vicio; corresponde al miserable Allan Clare por medio de esas infernales cartas. ¡Pues bien! Ya que ignoras dónde se esconde ese miserable, ayúdame a adivinar dónde podría encontrarle, a cambio te prometo la libertad.

—Milord, no tengo por costumbre emplear mi tiempo en adivinar enigmas.

—¿Ah sí? Pues te obligaré a consagrar varias horas diarias a este útil ejercicio. ¡Hola! Lambic, ata otra vez al bulldog a su cadena, ¡si se evade otra vez, que Dios te libre de la horca!

—No se escapará —respondió el sargento esbozando una débil sonrisa.

—¡Vamos, lárgate, y cuidado!

El sargento condujo a Robín de pasadizo en pasadizo, de escalera en escalera, hasta una puertecilla que daba paso a un estrecho corredor; allí cogió de manos de un criado que venía alumbrando una antorcha, e hizo entrar a Robín en un reducto cuyo único mobiliario consistía en un haz de paja.

Nuestro joven guardabosque lanzó una ojeada en torno suyo; nada más horrible que ese calabozo; sin otra salida que la puerta, hecha de grandes maderos forrados de hierro; ¿cómo salir de allí? Buscaba en su cerebro un medio, un expediente para hacer inútiles las minuciosas precauciones de su carcelero, sin encontrar ninguno, cuando repentinamente vio brillar en la oscuridad del pasillo, tras los soldados, la limpia y clara mirada de Halbert. Esta visión le devolvió las esperanzas, y ya no dudó de su próxima liberación pensando que corazones amigos se compadecían de su miseria.

Hábil para concebir y pronto para ejecutar, el joven lobo de Sherwood aprovechó la distracción de los soldados y la relativa debilidad de Lambic, cuyos movimientos se hallaban entorpecidos por la antorcha que sostenía en la mano derecha, y saltando como un gato salvaje, empujó la antorcha al rostro de Lambic, apagándola con el golpe, y se precipitó fuera del calabozo.

A pesar de la oscuridad, a pesar de los atroces dolores que le causaban las graves quemaduras de su rostro, Lambic, seguido por sus hombres, emprendió la caza del fugitivo; pero nunca liebre alguna partió más deprisa, nunca un zorro perseguido por una jauría dio tantas vueltas y revueltas, y en vano los esbirros del barón aullaron mientras que rebuscaban por todos los rincones de las inmensas galerías; Robín se les escapó.

Desde hacía algunos momentos, el joven, sin saber dónde se encontraba, andaba lentamente y con los brazos extendidos para evitar los obstáculos; repentinamente se tropezó con un ser humano que no pudo contener un grito de miedo.

—¿Quién sois? —preguntaron con temblorosa voz.

"Es la voz de Halbert", pensó Robín.

—Soy yo, querido Hal —respondió el guardabosque.

—¿Quién?

—Yo, Robín Hood; acabo de escaparme; dadme la mano, andad junto a mí y, sobre todo, ni una palabra.

Después de mil vueltas y revueltas en la oscuridad, tirando de la mano del fugitivo, Halbert se detuvo y golpeó ligeramente en una puerta cuyas tablas mal juntadas dejaban filtrar algunos rayos de luz; una dulce voz preguntó quién era el visitante nocturno.

—Vuestro hermano Hal.

La puerta se abrió inmediatamente.

—¿Qué noticias traes, querido hermano? —preguntó Maude cogiendo las manos del joven.

—Es algo mejor que unas noticias, querida Maude; volved la cabeza y mirad.

—¡Santo cielo! ¡Es él! —gritó Maude saltando al cuello de Robín. Sorprendido, apenado por una acogida que revelaba una pasión que estaba lejos de compartir, Robín quiso contar los detalles de su regreso al castillo, de su nueva evasión, pero Maude no le dejó hablar.

—¡Salvado! ¡Salvado! —balbuceaba locamente entre lágrimas, risas, llanto y besos—. ¡Salvado! ¡Salvado!

—Querida Maude, no lloréis más, ya estoy aquí —repetía una y otra vez Robín—; decidme la causa de vuestra pena.

—No me preguntéis eso hoy; más tarde sabréis todo… Lady Christabel y yo pensábamos en liberaros… ¡Qué alegría le dará cuando sepa que ya estáis a salvo! El señor Allan Clare ya recibió su carta. ¿Qué respuesta traéis?

—El señor Allan Clare no tuvo oportunidad ni de escribir ni de conferenciar conmigo, pero conozco sus intenciones, y quiero, con la ayuda de Dios y vuestro concurso, querida Maude, sacar del castillo a Christabel y conducirla junto a su prometido.

—Corro a avisar a milady —dijo Maude con viveza—; no tardaré mucho. Esperad aquí mi regreso; ven conmigo, Hal.

Robín, a solas, se sentó al borde del lecho de la joven, y pensó. La conducta de Maude, el furtivo beso que había depositado en su mano al salir de la capilla, le extrañaban mucho.