Pero a fuerza de pensar en ello, e intuitivamente, creyó adivinar lo que era el amor; también comprendió que era amor lo que Maude sentía por él, y se afligió, pues él no sentía nada por ella; sólo la encontraba bonita, graciosa, amable y llena de fidelidad.
El sonido de pasos fuertes y muy distintos de los de la ligera Maude llenó el pasillo; el ruido se acercaba a la habitación, y Robín apagó la luz al sonar el primer golpe en la puerta.
—¡Hola, Maude! —dijo el visitante desde fuera—. ¿Por qué apagas la luz?
Robín no respondió y se escondió entre la cama y la pared.
—¡Maude, ábreme!
Impacientado al no recibir respuesta, el visitante abrió la puerta y entró. De no ser por la oscuridad, Robín habría podido ver a un hombre de aventajada estatura y gran corpulencia.
—Maude, Maude, ¿vas a hablar de una vez? Estoy seguro de que estás aquí, vi brillar la lámpara entre las rendijas de la puerta.
Y el hombre, de voz fuerte y ruda, buscaba tanteando por toda la habitación.
Robín, por más seguridad, se metió debajo de la cama.
—¡Dichosos muebles! —dijo el hombre al pegarse con la frente contra un armario y enredarse las piernas con una silla—. ¡A fe mía!, me sentaré en el suelo para no tropezarme.
Se hizo un largo silencio; Robín no respiraba más que de vez en cuando y esto con la mayor suavidad.
—¿Pero dónde puede estar? —dijo el extraño estirando el brazo y tanteando con la mano el lecho—. No está acostada; por mi alma que empiezo a creer que Gaspar Steinkoff me dijo la verdad, por la que se ganó un buen puñetazo. Me dijo: "tu hija, Hubert Lindsay, abraza a la gente con la misma libertad con que yo me bebo un jarro de cerveza". ¡El bribón de Gaspar! ¡Atreverse a decirme que una niña que me pertenece, de la que soy el padre, abraza a los prisioneros!…
Unos pasos ligeros y precipitados, el roce de un vestido, el destello de una lámpara, interrumpieron el monólogo de Hubert, que se puso de pie.
Maude no pudo evitar un grito por el susto, y le preguntó con ansiedad:
—¿Por qué estáis aquí, padre mío?
—Para hablar contigo, Maude.
—Hablaremos mañana, padre; es muy tarde, estoy cansada y necesito dormir.
—No todavía, hija —dijo Hubert con gravedad—; quiero saber de dónde vienes y por qué razón no estás acostada todavía.
—Vengo de los aposentos de milady, que se encuentra muy mal.
—De acuerdo. Otra pregunta: ¿Por qué eres tan pródiga en besos respecto a ciertos prisioneros? ¿Por qué abrazas a un extraño como si fuera tu hermano? Eso no está bien, Maude.
—¡Qué yo he abrazado a extraños! ¡Yo! ¿Quién inventó esa calumnia?
—Gaspar Steinkoff.
—Gaspar Steinkoff miente, padre; pero no mentiría si os contara cuál fue mi cólera y mi indignación cuando tuvo la audacia de intentar seducirme.
—¡Se ha atrevido…! —exclamó Hubert enrojeciendo de cólera.
—Sí, se ha atrevido —repitió enérgicamente la joven.
Luego, sumida en llanto, añadió:
—Me resistí, me escapé, y me amenazó con vengarse.
Hubert estrechó a su hija contra su pecho, y, tras algunos instantes de silencio, dijo con calma, con esa calma en el fondo de la que se adivina la sangre fría de una cólera implacable:
—¡Que Dios, si perdona a Gaspar Steinkoff, le conceda la paz en el otro mundo! Yo no tendré paz en éste hasta que no haya castigado esta infamia…
Y Hubert Lindsay volvió a su puesto.
—Robín —preguntó la joven—, ¿dónde estáis?
—Aquí —respondió Robín ya fuera de su escondite.
—Me habría perdido si mi padre se llega a dar cuenta de vuestra presencia.
—No, querida Maude —contestó el joven con candor admirable—. Yo habría testimoniado vuestra inocencia. Pero decidme, ¿quién es ese Gaspar Steinkoff? ¿Le conozco?
—Sí; vigilaba el calabozo la primera vez que fuisteis hecho prisionero.
—¿Es él entonces el que nos sorprendió cuando… hablábamos?
—El mismo —contestó Maude sin poder evitar el rubor.
—Seréis vengada; me acuerdo de su cara, y cuando le encuentre…
—No os ocupéis de ese hombre, no merece la pena; despreciadle como lo hago yo… Lady Christabel desea veros, pero antes de conduciros ante ella tengo algo que deciros, Robín… Soy muy desdichada… y…
Maude dejó de hablar, las lágrimas le ahogaban.
—¡Otra vez las lágrimas! —exclamó Robín afectuosamente—. ¡Oh! No lloréis así. ¿Puedo ayudaros? ¿Puedo contribuir a vuestra felicidad? Decídmelo y me pondré en cuerpo y alma a vuestro servicio; no dudéis en confiarme vuestras penas; un hermano debe desvivirse por su hermana, y yo soy vuestro hermano.
—Lloro porque me veo obligada a vivir en este castillo horrible en el que no hay más mujeres que lady Christabel y yo, salvo las chicas de la cocina y el corral; he crecido junto a milady, y a pesar de la diferencia de nuestro rango, nos queremos como hermanas. Esto es lo que tenía que deciros; si lady Christabel deja el castillo os ruego que me llevéis con ella.
Robín sólo pudo contestar con una exclamación de sorpresa.
—¡No me rechacéis, llevadme, por favor! —prosiguió Maude en tono apasionado—. Moriré, me mataré, me mataré si cruzáis el puente levadizo sin mí.
—Olvidáis, querida Maude, que aún soy un niño y no puedo conduciros a casa de mi padre. Probablemente mi padre os rechazará.
—¡Un niño! —replicó la joven con despecho.
—También olvidáis a vuestro anciano padre, que moriría de pena… Antes le escuché; os bendijo, juró castigar a un calumniador.
—Me perdonará al pensar que seguí a mi señora.
—¡Pero vuestra señora puede huir! El señor Allan Clare es su prometido.
—Tenéis razón, Robín; yo no soy más que una pobre abandonada.
—Sin embargo, creo que el hermano Tuck podría…
—¡Oh! ¡Está mal, muy mal, eso que decís! —gritó Maude con indignación—. ¡He reído, he cantado, he hablado alocadamente con el monje, pero soy inocente! ¿Oís? ¡Soy inocente! ¡Dios mío! Todos me acusan, soy para todos una perdida. ¡Me voy a volver loca!
Y, con la cara entre las manos, Maude se arrodilló llorando.
Robín estaba profundamente emocionado.
—Levántate —dijo dulcemente—, huirás con milady, vendrás a casa de mi padre Gilbert, serás su hija, serás mi hermana.
Lady Christabel esperaba con impaciencia al mensajero de Allan.
—¿Puedo contar con vos, señor? —preguntó a Robín en cuanto éste entró en la habitación.
—Sí, señora.
—Dios os recompensará, señor; estoy lista.
—Yo también, querida señora —dijo Maude—. ¡En marcha! No tenemos un instante que perder.
—¿Nosotros? —replicó Christabel extrañada.
—Sí, milady, nosotros, nosotros —contestó riendo la doncella—. ¿Creéis, señora, que Maude podría vivir alejada de vos?
—¡Cómo! ¿Consientes en acompañarme?
—No solamente consiento, sino que moriría de dolor si no lo hiciera.
—Y yo también voy —exclamó Halbert, que hasta aquel momento se había mantenido al margen—. Milady me toma a su servicio. Señor Robín: aquí tenéis vuestro arco y vuestras flechas; me apoderé de ellos cuando os detuvieron en el bosque.
—Gracias, Hal —dijo Robín—. A partir de hoy somos amigos.
—¡Hasta la muerte, señor! —añadió Hal con ingenuo orgullo.
—¡En marcha, pues! —dijo Maude—. Hal, ve delante de nosotros, y vos, milady, dadme la mano. Ahora, silencio total; el menor cuchicheo, el mínimo ruido, podría traicionarnos.
El castillo de Nottingham comunicaba con el exterior por medio de interminables subterráneos que iban desde la capilla hasta el bosque de Sherwood. Hal los conocía lo suficiente como para poder servir de guía; el camino de estos subterráneos no era difícil, pero primero había que ganar la capilla; sin embargo la puerta de ésta ya no estaba tan libre como al comienzo de la noche, el barón Fitz-Alwine acababa de colocar allí a un centinela; felizmente para los fugitivos este centinela había juzgado mejor el montar guardia dentro de la capilla, y, vencido por la fatiga, se había dormido sobre un banco lo mismo que un canónigo en una silla de coro.
Los cuatro jóvenes penetraron en el santo recinto sin despertar al soldado y sin sospechar su presencia, pues la oscuridad era grande; iban a alcanzar la entrada de los subterráneos cuando Halbert, que iba el primero, chocó contra un mausoleo y cayó ruidosamente.
—¡Quién vive! —preguntó repentinamente el esbirro creyéndose cogido en el flagrante delito de dormir.
El eco repitió el potente: "¡Quién vive!" y, de pilar en pilar y de bóveda en bóveda, sus resonancias ocultaron el ruido de las voces y de los movimientos de los fugitivos. Hal saltó tras la tumba, Robín y Christabel bajo la escalera del púlpito; únicamente Maude no tuvo tiempo de esconderse; la luz de una antorcha iluminó la capilla y el centinela gritó:
—¡Pardiez! es Maude, ¡Maude, la penitente del hermano Tuck! ¿Sabes, encanto, que hiciste temblar los bigotes de Gaspar Steinkoff al despertarle tan bruscamente mientras que soñaba con tus atractivos? ¡Por el cuerpo de Dios!, creí que el viejo jabalí de Jerusalén, nuestro amable señor, revisaba las guardias. Pero ¡oh, alegría!, el buen hombre ronca y lo que me despierta es la belleza.
Y diciendo esto, el soldado colocó su antorcha en un candelabro del facistol y se dirigió hacia Maude con los brazos abiertos para rodearla el talle.
—Sí, vengo a pedir a Dios por lady Christabel, que está muy enferma; dejadme orar, Gaspar Steinkoff.
"¡Vaya! —pensó Robín colocando silenciosamente una flecha en su arco—, es el calumniador…".
—Las oraciones luego, preciosa —contestó el soldado rozando con las manos el cuerpo de la joven—; no seas arisca y da a Gaspar un beso, dos besos, tres besos, muchos besos.
—¡Atrás, cobarde, insolente! —dijo Maude retrocediendo.
El soldado dio un nuevo paso hacia adelante y sujetó a la joven.
Maude se resistía enérgicamente y no dudaba de que Halbert y Robín acudirían en su ayuda, pero al mismo tiempo temía que el ruido de una lucha atrajese la atención de los soldados del puesto más cercano; así pues, se abstenía de gritar y decía al soldado:
—¡Serás castigado! —En este momento, una flecha disparada por una mano que jamás erraba el blanco, atravesó el cráneo del bandido, que cayó muerto sobre las losas del templo. Menos rápido que la flecha, Hal acudía para defender a su hermana, pero ya se había desvanecido murmurando:
—Gracias, Robín, gracias…
Pasaron algunos minutos hasta que Maude volvió a abrir los ojos, y estos minutos parecieron siglos; pero cuando sus párpados se entreabrieron, una larga mirada, una mirada azul llena de gratitud y de amor, la primera, se detuvo en Robín: una sonrisa abrió sus pálidos labios, flores rosadas sustituyeron la fría palidez de sus mejillas, su pecho se dilató, sus brazos se cogieron a los brazos tendidos para levantarla, y, liberándose de su letargo, fue la primera en decir:
—¡Partamos!
La marcha por el subterráneo duró más de una hora.
—Por fin llegamos —dijo Hal—; inclinaos, la puerta es baja, y tened cuidado con las espinas de un seto que esconde la salida; a la izquierda; bien; seguid el sendero paralelamente al seto… y ahora, fuera la antorcha, ¡ahí tenemos la luna! ¡Somos libres!
—Ahora me toca a mí serviros de guía —dijo Robín orientándose—; aquí estoy como pez en el agua. El bosque es mío. No temáis nada, señoritas, al amanecer nos encontraremos con el señor Allan Clare.
El pequeño grupo avanzó rápidamente por montículos y depresiones a pesar del cansancio de las dos jóvenes.
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