La prudencia prohibía seguir los senderos y atravesar los claros, por donde el barón había lanzado ya sin duda alguna a sus esbirros, y con riesgo de desgarrarse los vestidos y de herirse pies y piernas, debían viajar como los gamos: de alto en alto y de brecha en brecha. Robín parecía reflexionar profundamente desde hacía algunos minutos, y Maude le preguntó tímidamente la causa.
—Querida hermana, debemos separarnos antes del amanecer; Halbert os acompañará hasta la casa de mi padre, y explicaréis al buen anciano la causa de que yo no haya regresado aún de Nottingham; será útil y prudente advertirle que llevo a toda prisa a milady junto al señor Allan Clare.
Los fugitivos se separaron tras despedirse emocionadamente, y Maude se bebió las lágrimas y contuvo su llanto cuando siguió a Halbert por el sendero que les indicó robín.
Lady Christabel y su caballero, alcanzaron pronto el camino principal de Nottingham a Mansfelwoohaus, y Robín, antes de seguirlo, trepó a un árbol y oteó el horizonte.
Nada sospechoso vio primero; tan lejos como su vista le permitía ver, el camino parecía libre; pero cuando ya bajaba del árbol creyendo que la suerte les favorecía, vio asomar por la cima de una de las colinas del camino a un caballero que corría a galope tendido.
—Saltad a ese hoyo, milady, tras el arbusto que está bajo mis pies, y por el amor de Dios, no hagáis movimiento alguno, no lancéis el menor grito.
Robín no se atrevía a añadir, por miedo a asustar aún más a su acompañante, que reconocía con las primeras luces de la mañana los colores del barón Fitz-Alwine.
Christabel obedeció, y, tapándose la cabeza con la capa, dirigió a la Virgen una oración mental. El jinete se aproximaba, se acercaba más y más, y Robín, colocado tras el árbol, con el arco tendido y apuntando la flecha, le cerraba el paso. El jinete pasó… pasó rápido como un relámpago… pero, más rápida aún, una flecha rozó el anca del animal, pasó oblicuamente entre el flanco y la silla, y le penetró en el vientre entera; animal y caballero mordieron el polvo.
—¡Huyamos, milady! —gritó Robín—,¡huyamos!
Christabel, más muerta que viva, temblaba con todo su cuerpo y balbuceaba estas palabras:
—¡Le ha matado! ¡Le ha matado! ¡Le ha matado!
—No, no le he matado, milady.
—Lanzó un terrible grito de agonía.
—Sólo fue de sorpresa.
—¿Qué decís?
—Digo que ese caballero se había lanzado en nuestra persecución y que habríamos estado perdidos si no hubiese inutilizado su caballo. Vamos, milady; me comprenderéis mejor cuando no tembléis.
Christabel, tranquilizada, siguió a Robín con toda la rapidez de que era capaz.
—¿Entonces no está herido el caballero? —preguntó cuando habían andado cien pasos más.
—No tiene ni un rasguño, milady; pero su pobre caballo acaba de galopar por última vez. ¡Valor, milady, Allan Clare no está lejos, valor!
XIII
Con la frente, los párpados y toda la cara dañada por la antorcha que en ella se había apagado, el sargento Lambic tuvo la mala suerte de seguir una dirección completamente opuesta a la que había tomado el fugitivo. Dejando a sus hombres a la izquierda, llegó hasta la escalera principal del castillo, en lo alto de la cual creyó oír los pasos de sus hombres.
"¡Bien! —pensó—, ya han agarrado al bribón ése y le llevan ante el barón; debo llegar al mismo tiempo que ellos, de lo contrario merecerían por su vigilancia a los ojos del barón, ¡estúpidos brutos!".
Y gruñendo de esta forma, el valeroso sargento llegó a la puerta de la antecámara del barón, y, prudente por experiencia, quiso, antes de aparecer, saber cómo acogía el viejo Fitz-Alwine el regreso de sus hombres con el prisionero; puso el oído en el agujero de la cerradura y escuchó el siguiente diálogo:
—Esta carta me anuncia, decís, que sir Tristán de Goldsborough no puede venir a Nottingham.
—Sí, Señoría; debe ir a la corte.
—¡Enojoso contratiempo!
—Os esperará en Londres.
—¡Vaya! ¿Señala el día de nuestra cita?
—No, Señoría; solamente os ruega que os pongáis en camino cuanto antes.
—¡Bien! Partiré esta mañana; dad las órdenes precisas para que preparen los caballos; quiero que me acompañen seis soldados.
—Así se hará, señor.
Lambic, extrañado de que Robín no estuviese allí, pensó que los soldados le habían vuelto a llevar a la prisión y corrió a asegurarse. La puerta del calabozo estaba completamente abierta, el calabozo vacío y la antorcha aún humeaba en el suelo.
"¡Hola! ¡Estoy perdido! —pensó el sargento—. ¿Qué hacer?".
Y volvió maquinalmente a la puerta del barón esperando que los soldados llevasen allí al condenado guardabosque. ¡Pobre Lambic! Ya sentía alrededor del cuello la caricia de una cuerda nueva. Sin embargo, la esperanza, que nunca abandona por completo a los desdichados, le renació cuando, al pegar de nuevo el oído al agujero de la cerradura, notó que el cuarto estaba tranquilo y silencioso. El soldado se hizo el siguiente razonamiento:
"El barón duerme, luego no está encolerizado; no está encolerizado, luego ignora que el prisionero se me ha escurrido de entre las manos como una anguila; ignora la huida del prisionero, luego no me supone merecedor de castigo; por lo tanto puedo presentarme ante él sin temor alguno, y darle cuenta de mi misión como si la hubiese cumplido a su entera satisfacción; así ganaré tiempo y podré saber lo que ha pasado con el maldito Robín a fin de devolverle a su calabozo o de mantenerle allí si los dos estúpidos animales de mis soldados han tenido la suerte de cumplir con su deber. Puedo presentarme sin temor…".
Lambic arañó ligeramente con la uña en el lugar de la puerta con más sonoridad. Esta especie de provocación no obtuvo resultados, y el silencio del interior no se alteró.
"Decididamente duerme —pensó de nuevo Lambic—. ¡No! ¡Qué idiota soy! ¡Ha salido; está con su hija, de lo contrario le oiría, pues duerme roncando".
Impulsado por una diabólica curiosidad, el sargento maniobró con suavidad la llave de la puerta, que se abrió sin chirriar sobre sus goznes y le permitió estirar el cuello para echar un vistazo al conjunto del aposento.
—¡Misericordia!
Este grito de terror expiró en los labios de Lambic, el frío y la inmovilidad de la muerte hicieron presa en él, y se quedó clavado en la puerta mientras que el barón, mudo de asombro y estupefacto por tanta audacia, le fulminaba con sus miradas.
El desgraciado Lambic, con la suerte siempre en contra, con un hado maligno encarnizándose en su persona, tuvo la fatalidad de molestar al barón justo en el momento en que el viejo pecador, arrodillado ante su confesor, pedía la absolución antes de partir hacia Londres.
—¡Miserable! ¡Bellaco! ¡Infame sacrílego! ¡Espía del confesonario! ¡Enviado de Satanás! ¡Traidor vendido al diablo! ¿Qué vienes a hacer aquí? —gritó el barón cuando finalmente pudo respirar y dar rienda suelta a su furor—. ¿Quién es en este castillo el amo y quién el criado? ¿Eres tú el amo?
Lambic no dejaba el umbral de la puerta, y aunque había perdido toda capacidad de respuesta esperaba al menos aprovechar un alto en la cólera de su señor para arriesgar una justificación. El barón, cuyas palabras y pensamientos se sucedían con incoherencia, le ofreció sin querer la ocasión de disculparse.
—¿Para qué me querías? —preguntó de pronto—. Habla.
—Milord, llamé varias veces a la puerta —contestó humildemente el sargento—; creí que no había nadie y pensé…
—Sí, pensaste aprovechar mi ausencia para robar.
—¡Oh!, milord…
—¡Para robar!
—Soy soldado, milord —respondió Lambic con orgullo.
Esta acusación de robo despertaba su valor natural, y ya no temía a la prisión, a los bastonazos ni a la cuerda.
—¡Por Dios! ¡Qué noble indignación! —dijo el barón riéndose irónicamente.
—Sí, milord, soy soldado, soldado al servicio de Vuestra Señoría, y Vuestra Señoría nunca tuvo ladrones como soldados.
—¡Eh! ¿De dónde vienes? —preguntó repentinamente el barón examinando la cara de Lambic—. ¡Pardiez!, tenía razón cuando te llamaba escapado del infierno, pues no has podido enrojecer de esa forma tu hocico más que visitando al diablo.
—Me quemó una antorcha, milord.
—¡Una antorcha!
—Perdón, milord; Vuestra Señoría no sabe que esa antorcha…
—¿Qué hablas? Abrevia. ¿A qué antorcha te refieres?
—A la antorcha de Robín.
—¡Otra vez Robín! —gritó el barón con voz de trueno yendo a descolgar su espada.
"¡Bueno! Ya estoy en el otro mundo", pensó Lambic retirándose instintivamente al umbral de la puerta y disponiéndose a huir a la primera estocada que le tirara el barón.
—¡Otra vez Robín! ¿Dónde está Robín? —gritó el barón hendiendo el aire con su tizona.
Lambic tenía ya la mitad del cuerpo fuera de la habitación y sujetaba con las manos el filo de la puerta a fin de cerrarla si la punta de la espada del barón le amenazaba de cerca.
—Milord —dijo rápidamente el sargento inventando una evasiva a fin de eludir una respuesta categórica—, venía, milord, a preguntaros lo que Vuestra Señoría quiere hacer con ese Robín Hood.
—¡Pardiez! ¡Quiero que se quede en el calabozo en el que está encerrado!
—Decidme dónde está ese calabozo, milord, yo vigilaré.
—¿No lo sabes? Le llevaste allí hace apenas una hora.
—Pero ya no está, milord. Ordené a mis soldados que le trajeran ante vos pensando que habíais elegido otra prisión… Fue en ese calabozo donde me quemó la cara.
—¡Esto es demasiado! —aulló Fitz-Alwine.
Los golpes iban a llover como el granizo, pues, a pesar de su gota, el barón no era manco, pero Lambic, desesperado, olvidó la inviolabilidad de su señor, saltó hacia él, le sujetó los brazos por las muñecas y, con todo el respeto que permitían las circunstancias, le hizo retroceder, le sentó en su gran sillón de gotoso y huyó como alma que lleva el diablo.
También con toda rapidez, el viejo Fitz-Alwine, al que la excitación del momento daba agilidad, quiso perseguir al audaz vasallo, pero los dos soldados que volvían de buscar a Robín le ahorraron el esfuerzo, pues a sus gritos: "¡Detenedle! ¡Detenedle!", cerraron el paso al sargento cuando aún no había salido de la antecámara.
—¡Atrás! —dijo el sargento empujando a sus dos subordinados—, ¡atrás!
Pero Fitz-Alwine corrió a cerrar la puerta de salida; ya era inútil toda resistencia, y el desdichado Lambic esperó, sumido en un sombrío estupor, que su alto y poderoso señor se pronunciase sobre su suerte.
Por uno de esos fenómenos extraños, inexplicables, y que quizá son en el orden moral lo que sus análogos en el orden físico natural, la cólera del barón pareció calmarse tras este episodio de rebelión, de la misma forma que el viento se calma tras una ligera lluvia.
—Pídeme perdón —dijo tranquilamente Fitz-Alwine, que, asfixiado, se dejó caer, por propia voluntad esta vez, en su gran sillón—; vamos maese Lambic, ¡pídeme perdón!
Posiblemente el barón no manifestaba esta tranquilidad, esa mansedumbre, más que porque ya no tenía fuerzas para mantener sus furores en el diapasón habitual.
—No soy tan culpable como pensáis, milord; iba a cerrar la puerta del calabozo cuando Robín Hood…
No acompañaremos al sargento en su elocuente discurso, lleno de reticencias en su favor; nuestros lectores no se enterarían de nada nuevo; el barón le escuchó, no sin aullar de furor, pataleando y retorciéndose en su sillón como el diablo, según dicen, cuando una pila de agua bendita le sirve de bañera, y resumió sus amenazas de castigo con esta frase espantosamente lacónica:
—Si Robín se ha escapado del castillo, vosotros no escaparéis. ¡A él la libertad, a vosotros la muerte!
Repentinamente un violento golpe sonó en la puerta del aposento.
—¡Entrad! —gritó el barón.
Un soldado entró y dijo:
—Que el muy honorable lord me perdone si oso presentarme ante su muy honorable persona sin ser llamado por su honorabilísima Señoría, pero lo que acaba de ocurrir es tan extraordinario, tan terrible, que creí cumplir con mi deber viniendo a anunciarlo inmediatamente al muy honorable señor de este castillo.
—Habla, pero nada de historias interminables.
—Mi deber me ordenaba relevar al centinela de la capilla…
"¡Ya estamos!", pensó el barón, y escuchó atentamente.
—Me dirigí allí hace cinco o diez minutos, como plazca a Vuestra muy honorable Señoría; llegado a la puerta del santo lugar, no encontré al centinela; sin embargo tenía que haberlo, pues yo iba a relevarle. "Estará allí", pensé, "y sólo tengo que encontrarle; busquemos". Busqué, llamé: nadie me respondió, nadie apareció. "¿Está borracho o dormido? Es posible", pensé. "Vamos al puesto de guardia a requerir a alguien a fin de aprehender al delincuente, para que reciba un castigo ejemplar además del castigo que le inflija mi jefe". Llegué al puesto gritando: "¡Sargento, la guardia!", nadie salió del puesto; entré; nadie dentro. "¡Oh!" pensé…
—¡Al diablo tus pensamientos! ¡Charlatán! ¡Al grano! —gritó impaciente el barón.
El soldado volvió a saludar militarmente y prosiguió:
—"¡Oh!", pensé, "los deberes del soldado son desconocidos por la guarnición del castillo de Nottingham. La disciplina se ha relajado, y las consecuencias de este relajamiento…".
—¡Por mil dioses! ¿Vas a seguir divagando, cretino charlatán, perro prolijo? —exclamó el barón.
—¡Perro prolijo! —murmuró para sí el soldado interrumpiéndose al oír este epíteto—, ¡perro prolijo! Yo, que soy un gran cazador, no conozco esa raza de perros. Es igual, continuemos.
1 comment