Las consecuencias de este relajamiento pueden ser funestas; no me costó trabajo encontrar a los hombres del puesto de guardia sentados en la cantina, y emprendimos inmediatamente una minuciosa e inteligente búsqueda por los alrededores del santo lugar y en su interior. Fuera, nada de particular, salvo la prolongada ausencia del centinela, pero dentro, el centinela estaba presente, ¡y en qué estado, santo Dios! Presente como los muertos en el campo de batalla, es decir, caído en tierra, sin vida, bañado en su propia sangre y con el cráneo atravesado por una flecha…

—¡Gran Dios! —gritó el barón—. ¿Quién pudo cometer ese crimen?

—Lo ignoro, yo no estaba presente, pero…

—¿Quién es el que ha muerto así?

—Gaspar Steinkoff… un rudo soldado.

—¿No conoces al asesino?

—Ya tuve el honor de decir a Vuestra honorable Señoría que yo no estaba presente cuando se consumó el crimen, pero a fin de facilitar las investigaciones del señor, se me ocurrió apoderarme de la flecha homicida… Hela aquí.

—Esta flecha no ha salido de mi arsenal —dijo el barón tras haberla examinado atentamente.

—Pero, con todo el respeto que debo a su honorable Señoría —continuó el soldado—, le haré observar que esta flecha, al no salir de su arsenal, debe salir de otra parte, y que creo haber visto algunas semejantes en un carcaj que llevaba esta tarde un caballerizo.

—¿Cuál?

—Halbert. El carcaj y el arco que vimos entre las manos de ese joven pertenecen a uno de los prisioneros, al llamado Robín Hood.

—Rápido, id a buscar a Halbert y traedle ante mí —ordenó el barón.

—Vi —añadió el mismo soldado— a Hal llegar hace una hora, acompañado por la señorita Maude, a los aposentos de lady Christabel.

—¡Encended una antorcha y seguidme! —gritó el barón.

Seguido por Lambic y la escolta, el barón, que ya no se resentía de la gota, fue rápidamente hacia el cuarto de su hija. Llegado a la puerta, llamó, pero al no recibir respuesta abrió y se precipitó dentro. Oscuridad absoluta, silencio profundo. En vano recorrió el aposento y sus dependencias: por todas partes el mismo silencio y la misma oscuridad.

—¡Se ha ido! ¡Se ha ido! —gritó el barón con angustia, y la llamó con voz desgarradora:

—¡Christabel! ¡Christabel!

Pero Christabel no contestó.

—¡Se ha ido! ¡Se ha ido! —repetía el barón retorciéndose las manos y dejándose caer en el mismo asiento en el que la había sorprendido escribiendo a Allan Clare—. ¡Se ha ido con él! ¡Mi hija, mi Christabel!

Sin embargo, la esperanza de alcanzar a su joven hija en la huida devolvió al pobre padre un poco de sangre fría.

—¡Alerta! ¡Vosotros! —gritó con voz de trueno—. ¡Alerta! Dividíos en dos grupos: uno registrará el castillo por todas partes… el otro a caballo, y que ni una mata del bosque de Sherwood escape a vuestra mirada… Marchaos…

Ya salían los soldados cuando el barón añadió:

—Que digan a Hubert Lindsay que venga aquí; ha sido Maude Jezabel, su condenada hija, quien ha ideado la fuga y va a pagar por ello. Decid también a veinte de mis jinetes que ensillen sus corceles y estén listos para partir a la primera orden. ¡Venga, partid, miserables!

Los soldados salieron a toda prisa, y Lambic aprovechó estos momentos para ponerse a salvo de las garras de su señor.

Una vez solo, el barón se agitó alternativamente entre el frenesí de la cólera y la desolación de su corazón. Amaba sinceramente a su hija, y la vergüenza que sentía por su fuga con un hombre era más pequeña que su dolor al pensar que no la volvería a ver más, ya no la abrazaría e, incluso, no la tiranizaría.

Fue durante estas alternativas de furor y desesperación cuando apareció Hubert Lindsay. Desgraciadamente para él, llegaba durante un acceso de cólera.

—Vuestra Señoría me ha mandado llamar —dijo al anciano con voz tranquila.

El barón no contestó, pero le saltó a la garganta como un animal feroz, le arrastró al centro de la habitación y le dijo sacudiéndole con rudeza:

—¡Perverso! ¿Dónde está mi hija? ¡Contesta o te estrangulo!

—¿Vuestra hija, milord? Pero si yo no sé nada —contestó Hubert más sorprendido que asustado por la cólera de su señor.

—¡Impostor!

Hubert se soltó del barón y respondió fríamente:

—Milord, hacedme el honor de explicarme el motivo de vuestra extraña pregunta y responderé… Pero sabed bien, milord, que no soy más que un pobre hombre, honrado, franco y leal, que en toda su vida no tuvo que avergonzarse por falta alguna.

—¿Quién salió del castillo de dos horas para acá?

—Lo ignoro, milord; hace dos horas que entregué las llaves a mi segundo, Michael Walden.

—¿Es cierto eso?

—Tan cierto como que sois mi amo y señor.

—¿Quién salió mientras estabas tú de guardia?

—Halbert, el joven caballerizo; me dijo: "Milady está enferma y tengo órdenes de ir a buscar a un médico".

—¡Un complot! —gritó el barón—. Te mintió: Christabel no estaba mala; Hal salía para preparar su fuga.

—¡Cómo! ¿Milady os ha dejado, señor?

—Sí, la ingrata ha abandonado a su anciano padre, y tu hija se ha ido con ella.

—¿Maude? No, señor, es imposible; voy a buscarla.

El sargento Lambic, dispuesto a demostrar su celo, entró precipitadamente.

—Milord —exclamó—, vuestros jinetes están listos. En vano he buscado a Halbert por todo el castillo; había entrado conmigo y Robín y no ha salido por la puerta principal, Michael Walden lo afirma bajo juramento: nadie ha franqueado el puente levadizo desde hace dos horas.

—¡Qué más da! —contestó el barón—. La muerte de Gaspar no es un crimen inútil. ¡Lambic!

—Milord.

—¿Fuiste esta noche hasta la casa de un guarda llamado Gilbert Head, no lejos de Mansfeldwoohaus?

—Sí, milord.

—¡Pues bien! Ahí vive el infernal Robín Hood, y sin duda es allí donde mi ingrata hija se encontrará con un descreído que… No hablemos más de esto… Lambic, monta a caballo con tus hombres y corre hacia esa casa, apodérate de los fugitivos y no regreses hasta que no hayas quemado esa guarida de bandidos.

—Sí, milord.

Y Lambic desapareció.

Hubert Lindsay, que estaba allí desde hacía varios minutos, se mantenía de pie y apartado, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, sombrío, silencioso.

—¿No hay entre los pasadizos subterráneos del castillo una salida que dé al bosque de Sherwood?

—Sí, milord, los subterráneos tienen una salida al bosque y conozco el camino.

—¿Maude sabe tanto como tú al respecto?

—No, milord, al menos no lo creo.

—¿Así pues nadie excepto tú conoce ese secreto?

—Hay tres más, milord, Michael Walden, Gaspar Steinkoff y Halbert.

—¡Halbert! —gritó el barón en un nuevo acceso de rabia—. ¡Halbert! ¡Es él quien les ha servido de guía! ¡Hola! ¡Unas antorchas! ¡Registremos el subterráneo!

La desesperación de los dos ancianos era conmovedora. Separados por su nacimiento, por el orgullo de la raza, por su género de vida, se reunían para conjurar un peligro común, eran iguales en el dolor.

El barón y Hubert, seguidos por seis hombres armados, atravesaron la capilla sin detenerse ante el cadáver de Gaspar y entraron en el subterráneo.

Un cuarto de hora después, el grupo llegaba al bosque; ya no podía dudarse de que los fugitivos hubiesen seguido este camino. La puerta del subterráneo, cerrada normalmente, estaba abierta de par en par.

El barón, acompañado sólo por Hubert, volvió sobre sus pasos y entró en su aposento; luego, en lugar de descansar, de lo que tenía gran necesidad, se puso una cota de malla, ciñó su espada, y, esgrimiendo su lanza con el pendón de los colores de su casa, montó prestamente a caballo y se lanzó al frente de veinte hombres hacia el camino de Mansfeldwoohaus.

XIV

Las «dramatis personae» que ya han aparecido en esta historia recorren en estos momentos el viejo bosque de Sherwood.

Robín y Christabel se acercan al sitio en que sir Allan Clare debe esperarles, y por lo tanto van en dirección opuesta a la del sargento Lambic, que ha recibido la orden de incendiar la casa del padre adoptivo de Robín.

Seguido de veinte buenas lanzas, el barón, rejuvenecido por una cólera persistente, acaba de lanzarse en busca de su hija; le dejaremos galopar por los verdosos senderos del bosque y nos reuniremos con sir Allan Clare, que, acompañado por Pequeño Juan, por el hermano Tuck, por Will Escarlata y por los otros seis hijos del noble sir Guy de Gamwell, llegaba a toda prisa al valle de Robín Hood, mientras que Maude y Halbert se encaminaban hacia la casa del viejo guardabosque.

—¿Estamos aún lejos de la casa de Gilbert? —preguntó ella.

—No, Maude —contestó alegremente Hal—, a unas seis millas, creo.

—¡Seis millas!

—Valor, Maude, valor —dijo Halbert—, trabajamos para lady Christabel… Pero mira allí, ¿no ves a un caballero seguido de un monje y de algunos hombres del bosque? Es el señor Allan, y el hermano Tuck. Salud, señores, nunca encuentro alguno fue más a propósito.

—¿Y lady Christabel y Robín? ¿Dónde están? —preguntó vivamente sir Allan al reconocer a Maude.

—Van a esperaros al valle —contestó Maude.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Allan cuando Maude le contó minuciosamente todas las peripecias de la huida del castillo—.

¡Bravo, Robín! ¡Le debo todo, mi amada y mi hermana!

—Íbamos a prevenir a su padre de los motivos de la ausencia de Robín —dijo Hal.

—¿Y no podrías ir ahora solo, hermano Hal? —dijo Maude ardiendo por el deseo de volver a encontrarse con Robín—. Mi señora debe necesitar de mis servicios.

Allan no vio ningún inconveniente en aceptar la oferta de Maude y volvieron a ponerse en marcha.

El hermano Tuck, silencioso y aislado primero, no tardó en acercarse a la joven; intentó ser amable, sonrió, casi fue ingenioso; pero los intentos del pobre monje no fueron acogidos más que con una reserva extrema.

Este cambio en la actitud de Maude afligía a Tuck, que dejó de hablar; así pues, se apartó y anduvo mirando a la joven, tan pensativa como él.

Sin embargo, a pocos pasos de Tuck iba un personaje que parecía desear ardientemente una mirada de Maude; cuidaba su presencia, cepillaba las manchas de su chaqueta, enderezaba la pluma de garza que adornaba su gorro, alisaba su espeso cabello, en una palabra, en pleno bosque se entregaba al trabajillo de coqueteo que todo enamorado primerizo ejecuta por instinto.

Este personaje no era otro que nuestro amigo Will Escarlata.

Maude encarnaba para él el ideal de la belleza; la veía por primera vez, y era la que había elegido en sus sueños para reinar en su corazón.

William no era tan tímido como para contentarse con admirarla en silencio; el deseo, la necesidad de sentir cómo se fijaban en él los ojos de la joven le llevaron rápidamente junto a ella.

—¿Conocéis a Robín Hood, señorita?

—Sí, señor —contestó graciosamente Maude.

Sin saberlo, Will pulsaba la cuerda sensible y se ganaba la atención de Maude.

—¿Y os gusta mucho?

Maude no respondió, pero sus mejillas enrojecieron.

—Quiero tanto a Robín —continuó él—, que os guardaría rencor, señorita, si él no os gustase.

—Estad tranquilo, señor; es un encantador muchacho. Seguramente le conocéis desde hace mucho, ¿verdad?

—Somos amigos desde niños, y preferiría perder mi mano derecha antes que su amistad: esto respecto al cariño. En cuanto a la estima, no hay en todo el condado arquero que le iguale; su carácter es tan recto como sus flechas, es valiente, dulce, y su modestia iguala a su valor y a su dulzura; con él yo no temería al universo entero.

—¡Qué ardor en la expresión de vuestros pensamientos, señor! Vuestras alabanzas lo prueban.

—Tan cierto como que me llamo William de Gamwell y que soy un muchacho honrado, que digo la verdad, señorita, nada más que la verdad.

—Maude —preguntó Allan—, ¿creéis que el barón se ha dado cuenta ya de la huida de lady Christabel?

—Sí, señor caballero; pues Su Señoría debía partir hacia Londres con milady esta misma mañana.

—¡Silencio! ¡Silencio! —llegó diciendo Pequeño Juan que iba de explorador—, escondeos en el lugar más intrincado de la espesura; oigo ruido de caballos; si los que llegan nos descubren, saltaremos sobre ellos de improviso, y nuestro grito para reconocernos será el nombre de Robín Hood… rápido, escondeos —añadió Pequeño Juan saltando tras un tronco de árbol.

Inmediatamente apareció un jinete sobre un caballo que franqueaba todos los obstáculos, fosos, árboles caídos, matorrales y setos, a una velocidad fantástica; este jinete, al que seguían con trabajo otros cuatro hombres a caballo, estaba acurrucado más que sentado sobre el fogoso animal: había perdido su sombrero, y sus largos cabellos sueltos, ondeando al viento, daban a su cara, atemorizada, un aspecto extraño y diabólico; rozó los arbustos en los que se había escondido el pequeño grupo, y Pequeño Juan vio una flecha en la grupa del caballo.

El jinete desapareció en las profundidades del bosque seguido por sus cuatro hombres.

—¡Que el cielo nos proteja! —dijo Maude—. ¡Es el barón!

—Y si no me engaño, la flecha que sirve de timón a su animal proviene del carcaj de Robín —añadió Will—. ¿Qué dices, primo Pequeño Juan?

—Soy de tu opinión, Will, y deduzco que Robín y la dama están en peligro. Robín es demasiado prudente para prodigar sus flechas si no se ve obligado a ello; démonos prisa.

Unas palabras para explicar la desagradable situación del noble Fitz-Alwine, muy buen jinete por otra parte, no vendrán mal.

El barón, al entrar en el bosque, había ordenado a su mejor jinete que recorriese el camino principal de Nottingham a Mansfeldwoohaus, y que se reuniese con él para informarle en una encrucijada fijada de antemano; lo que le ocurrió al jinete ya lo sabemos: Robín le desmontó; el azar quiso que Robín y lady Christabel apareciesen en el mismo cruce designado por el barón para la cita: ellos entraron por un lado mientras que el barón hacía su aparición por el otro. Los dos fugitivos tuvieron la suerte de esconderse tras el follaje sin ser vistos, y el barón llegó con sus cuatro escuderos al centro de la encrucijada, a un montículo, a esperar el regreso del explorador.

—Registrad un poco los alrededores —ordenó el barón—; dos por aquí y otros dos por el otro lado.

"Estamos perdidos -pensó Robín-. ¿Qué hacer? ¿cómo huir? Si salimos fuera del bosque, los caballos nos alcanzarán enseguida; si intentamos abrir una brecha por dentro, el ruido atraerá a los esbirros; ¿qué podemos hacer?".

Mientras reflexionaba de esta suerte, blandía su arco y elegía de su carcaj la flecha con el hierro más agudo. Christabel, aunque anonadada por el temor, se dio cuenta de estos preparativos, y, superando su amor filial el deseo de reunirse con Allan, suplicó al joven que no hiciera daño a su padre.

Robín sonrió e hizo con la cabeza un signo afirmativo.

Lo que quería decir el gesto es que no le heriría, la sonrisa le indicaba que recordase al jinete desmontado.

Los soldados batían cuidadosamente el lindero, pero la prima de cien escudos prometidos no tenía la virtud de darles olfato.