Sin embargo, la posición de Robín y de Christabel era cada vez más delicada, pues, divididos en dos grupos que registraban a partir de puntos opuestos, los esbirros no podían reunirse de nuevo sin verles necesariamente.

Durante este tiempo, el viejo Fitz-Alwine, colocado como un general en las alturas que dominan el campo enemigo, se dedicaba a dar un repaso general al terrible sermón que pensaba dirigir a su hija en cuanto se encontrara de nuevo en el domicilio paterno.

Repentinamente, en medio de estos pensamientos, el caballo del barón se encabrita, baja las caderas, tuerce el lomo, tira coces y sacude frenéticamente al viejo guerrero, que aguanta e intenta controlarlo como hacía antaño con los indomables corceles árabes. ¡Vanos intentos! el hombre y el animal no se entienden; Fitz-Alwine permanece tan firme en la silla como la flecha recién disparada en la grupa del caballo, y el corcel y las ilusiones del barón se desbocan y emprenden por el bosque esa carrera desenfrenada, loca, fantástica, que les hace pasar cerca de Allan y les lleva no se sabe dónde.

¿Qué ocurrió con el barón? No nos atreveríamos a contar el acontecimiento que puso punto a esta carrera, tan extraordinario y maravilloso es, pero las crónicas de la época garantizan su autenticidad. Así fue:

Los soldados perdieron pronto de vista al barón, y con toda seguridad hubiese llegado a través de toda Inglaterra hasta el océano si el animal, al pasar bajo un roble a cuyos pies se hallaba un tronco de árbol, no hubiese tropezado.

Nuestro barón, que no había perdido el ánimo, quiso evitar una caída cuya violencia podía ser mortal, y, soltando la brida, se agarró con ambas manos a una rama del roble que, felizmente, era lo bastante fuerte para soportar su peso; esperaba poder sujetar a su caballo con las rodillas, pero la forzada pirueta del animal fue tan exagerada que Fitz-Alwine tuvo que abandonar la silla y quedó suspendido de la rama del roble, mientras que el caballo se levantaba, aligerado del peso anterior, y emprendía una nueva campaña.

Poco habituado a la gimnasia, el barón medía prudentemente la distancia que le separaba del suelo antes de dejarse caer, cuando, de pronto, vio brillar en la semioscuridad de la mañana, justo bajo sus pies, algo incandescente como dos tizones encendidos. Estos dos puntos ígneos pertenecían a una masa negra que se agitaba, giraba y se acercaba por momentos y por medio de saltos a las piernas del desdichado lord.

"¡Hola! es un lobo", pensó el barón sin poder contener un grito de espanto y esforzándose por montarse a horcajadas en la rama; pero no lo logró, y un sudor frío, el sudor del pánico, le inundó cuando sintió deslizarse sobre el cuero de su bota y chocar contra el metal de sus espuelas los dientes del lobo, el cual saltaba, estirando el cuello y acercándose cada vez más a su presa, cuyos brazos se flexionaban y cuyo mentón se apoyaba en la rama mientras que sus piernas se encogían hasta la altura del pecho.

La lucha era desigual: el hilo que sostenía en el aire la golosina del feroz animal iba a romperse, el viejo lord ya no tenía fuerzas; así, recordando por última vez a Christabel y encomendando su alma a Dios, abrió las manos…

Pero, ¡oh milagro de la Providencia! cayó como un adoquín sobre la cabeza del lobo, que no esperaba algo así, y el peso del cuerpo partió las vértebras cervicales del lobo y le rompió la médula espinal.

Al pie del viejo roble cuyas ramas se inclinaban hacia el arroyo que atraviesa el valle de Robín Hood, estaba sentada lady Christabel; de pie, muy cerca, Robín se apoyaba en su arco, y ambos esperaban no sin impaciencia la llegada de sir Allan Clare y sus compañeros.

Ya el sol doraba la copa de los altos árboles y Allan no aparecía. Robín disimulaba su inquietud para no alarmar a la joven, pero elucubraba sombríamente sobre las causas de este retraso.

De repente retumbó en la lejanía una voz sonora. Robín y Christabel se estremecieron.

—¿Es una llamada de nuestros amigos? —preguntó la muchacha.

—No, Will, mi amigo de la infancia, y Pequeño Juan, su primo, que acompañan al señor Allan, conocen perfectamente el lugar en que les esperamos, y nuestra empresa exige tanta prudencia para triunfar que no se divertirían jugando con los ecos del bosque.

La voz se acercó, y un jinete con los colores de Fit—Alwine atravesó rápidamente el valle.

—Alejémonos, milady, estamos demasiado cerca del castillo. Voy a clavar esta flecha al pie del roble, y si mis amigos llegan durante nuestra ausencia, comprenderán al verla que estamos escondidos en los alrededores.

Acababan los dos jóvenes de pasar unas jaras y buscaban un lugar a propósito para colocarse, cuando vieron el cuerpo de un hombre inmóvil y como muerto cerca de un tronco.

—¡Misericordia! —gritó Christabel—, ¡mi padre, mi pobre padre muerto!

Robín se estremeció creyéndose culpable de la muerte del barón. ¿Acaso no era la herida del caballo la causa?

—¡Virgen santa, otórganos la gracia de que sólo esté desvanecido!

Y diciendo estas palabras, el joven arquero se arrodilló junto al anciano, mientras que Christabel, llena de dolor y arrepentimiento, gemía desconsoladamente. Una pequeña herida en la frente del barón dejaba filtrar algunas gotas de sangre.

—¿Habrá peleado con un lobo? ¡Ah! ¡Estranguló al lobo! —gritó alegremente Robín—, y sólo está desvanecido. ¡Milady, milady, creedme, el señor barón sólo tiene un rasguño; milady, levantaos! ¡Oh desdicha! ¡También ella se ha desvanecido! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? No puedo dejarla así…, ¡y el viejo león se despierta, que mueve los brazos, que ya resuella! Es para volverse loco: ¡Milady, contestadme! Está tan insensible como ese tronco de árbol. ¿No tendré en los brazos y los riñones la fuerza que siento en el corazón? Me la llevaría de aquí como una nodriza lleva a un niño.

Y Robín intentó levantar a Christabel.

Al volver en sí, el pensamiento del barón no recayó sobre su hija, sino sobre el lobo, el único y último ser vivo que vio antes de cerrar los ojos; así pues estiró el brazo para coger al animal, al que imaginaba ocupado en devorarle una pierna o un muslo, aunque no sentía ningún dolor por las mordeduras, y agarró el vestido de su hija jurando defender su vida hasta el final.

—¡Vil monstruo! —decía el barón al lobo tendido a pocos pasos de él—, ¡monstruo hambriento de mi carne, excitado por mi sangre! todavía hay fuerza en mis viejos miembros, vas a verlo… ¡Oh! saca la lengua, le estrangulo… aquí todos los lobos de Sherwood, ¡venid aquí!… ¡Oh! otro, ¡otro más! ¡Estoy perdido! ¡Dios mío, ten piedad de mí! «Pater noster qui est in»…

"¡Está loco, completamente loco!" pensaba Robín colocado ante el dilema de cumplir un deber y salvar su seguridad personal; si huía, abandonaría a la que había jurado llevar con Allan; si se quedaba, los aullidos del loco podían atraer a los hombres que registraban el bosque.

Felizmente el acceso del barón se pasó y, con los ojos cerrados, comprendió que ningún diente de bestia feroz alguna desgarraba sus miembros, y quiso levantarse: pero Robín, de rodillas detrás de él, presionó fuertemente sobre sus hombros, haciendo el papel, por así decirlo, de un extremo cansancio sobre el hombre ahora sólidamente tendido en el suelo.

—¡Por san Benito! —murmuraba el lord—, siento sobre mis hombros un peso de cien mil libras…

—«Domine exaudi orationem meam» —prosiguió Fitz-Alwine dándose golpes de pecho; luego se puso a lanzar agudos gritos. Pero estos gritos no convenían a Robín, eran demasiado peligrosos para la seguridad de los fugitivos, y el joven, no sabiendo cómo interrumpirlos, dijo brutalmente:

—¡Callaos!

Al oír esta voz humana, el barón abrió los ojos, y cuál no fue su sorpresa al reconocer, junto a la suya, la cara de Robín Hood, y, junto a él, tendida en el suelo, su hija desvanecida.

Esta aparición barrió la locura, la fiebre y el anonadamiento del irascible lord, y, como si fuese dueño de la situación como lo sería en su castillo y rodeado por sus soldados, gritó triunfante:

—¡Por fin te tengo, joven bulldog!

—¡Callaos! —replicó enérgicamente Robín—; ¡callaos! Nada de amenazas ni chillidos, están fuera de lugar, y soy yo quien os tiene.

Y Robín continuó apoyándose con todas sus fuerzas en los hombros del barón.

—Verdaderamente —dijo Fitz-Alwine, al que no costó trabajo desembarazarse de la presión del adolescente—, verdaderamente enseñas los dientes, cachorro de perro.

Christabel continuaba desvanecida, y parecía un cadáver entre los dos hombres, pues Robín había dado algunos pasos hacia atrás y colocaba una flecha en su arco.

—¡Un paso más, milord, y sois hombre muerto! —dijo el muchacho apuntando a la cabeza del barón.

—¡Oh! —exclamó Fitz-Alwine retrocediendo lentamente para situarse tras un árbol— ¿serías tan cobarde como para asesinar a un hombre indefenso?

Robín sonrió.

—Milord —dijo sin dejar de apuntar a la cabeza—, proseguid vuestro movimiento de retirada; bien, ya estáis protegido por el árbol. Ahora, atención a lo que os voy a ordenar, o mejor, a rogaros que hagáis; ¡atención! no asoméis ni vuestra nariz ni un solo cabello de vuestra cabeza, ni a la izquierda ni a la derecha, de lo contrario… ¡sois hombre muerto!

Sin hacer caso de estas recomendaciones, el barón escondido tras el árbol, sacó el dedo índice y amenazó al joven arquero, pero se arrepintió, pues el dedo fue alcanzado por una flecha.

—¡Asesino! ¡Miserable bribón! ¡Vampiro! ¡Vasallo! —aulló el herido.

—Silencio barón, o tiro a la cabeza, ¿oís?

Fitz-Alwine, apoyado contra el árbol, vomitaba en voz baja torrentes de maldiciones, pero se escondía cuidadosamente, pues imaginaba a Robín al acecho a pocos pasos de allí, con el arco tensado y apuntando la flecha, espiando el menor de sus gestos fuera de la perpendicular del tronco.

Pero Robín se volvía a colocar el arco en bandolera, se echaba a Christabel suavemente sobre sus hombros y desaparecía por la espesura.

En aquel preciso momento, el ruido de unos caballos sonó en el bosque, y aparecieron cuatro jinetes frente al árbol que servía de pantalla al desdichado barón.

—¡A mí, bribones! —gritó aquel, pues los jinetes no eran otros que los que le habían acompañado y que se habían distanciado durante el desbocamiento del caballo—. ¡A mí! ¡Coged al descreído que quiere asesinarme y llevarse a mi hija!

Los soldados no comprendieron la orden en absoluto, pues no veían por los alrededores ni bandido ni mujer raptada.

—¡Allá, allá! ¿no le veis huyendo? —prosiguió el barón refugiándose entre las piernas de los caballos—; mirad, desaparece tras aquel macizo.

En efecto, Robín no tenía aún el suficiente vigor como para llevar con rapidez el peso de una mujer, y sólo le separaban de sus enemigos unos pocos centenares de pasos.

Los jinetes se lanzaron hacia él, pero los gritos del barón alertaron a Robín, que comprendió inmediatamente que su salvación no estaba en la huida.

Dando media vuelta, puso una rodilla en tierra, apoyó a Christabel sobre la otra pierna y, apuntando de nuevo a Fitz-Alwine, exclamó:

—¡Alto! ¡Por el cielo que si dais un paso más, vuestro señor es hombre muerto!

Aún no había terminado de decir estas palabras, y ya el barón estaba escondido tras el árbol que le servía de protección, pero seguía gritando:

—¡Cogedle, matadle! ¡Me ha herido!… ¿Dudáis? ¡Cobardes! ¡Mercenarios!

El aplomo del intrépido arquero intimidaba a los soldados.

Sin embargo uno de ellos se atrevió a reírse de ese temor.

—El gallito canta bien —dijo—, pero da lo mismo ¡veréis como le hago humillarse.

Y el soldado da unos pasos hacia Robín.

—¡Muere pues! —gritó Robín.

Y el hombre cayó con el pecho atravesado por una flecha.

Únicamente el barón llevaba cota de mallas; sus soldados iban equipados como para una cacería.

—¡Perros, caed sobre él! —vociferaba continuamente Fitz-Alwine—. ¡Cobardes, cobardes! ¡Un rasguño les asusta!

—¿Llama a eso Su Señoría un rasguño? —murmuró uno de los tres soldados, poco conforme con seguir la suerte de su compañero.

—Ahí nos llegan refuerzos —gritó otro soldado irguiéndose para ver mejor a lo lejos—. ¡Pardiez, es Lambic!

Efectivamente; Lambic y su escolta llegaban a todo galope.

Estaba el sargento tan alegre y al mismo tiempo tenía tanta prisa por comunicar al barón el éxito de su expedición, que no vio a Robín y gritó desaforadamente:

—No hemos encontrado a los fugitivos, señor, pero hemos quemado la casa.

—Bien, bien —contestó Fitz-Alwine con impaciencia—; pero mira a ese osezno, estos cobardes no se atreven a ponerle el bozal.

—¡Oh! —exclamó Lambic al reconocer al demonio de la antorcha y riéndose con desprecio—, ¡oh!, potrillo salvaje. ¡Por fin te voy a poner la brida! ¿Sabías, mi hermoso indomable, que vengo de tu cuadra? ¿Creía que te encontraría allí, pero he quedado decepcionado: habrías podido ver un magnífico fuego y podrías haber bailado, junto con mamá, una jiga en medio de las llamas. Pero consuélate; como no estabas allí, quise ahorrar sufrimientos inútiles a la pobre vieja y antes le clave una flecha en…

Lambic no terminó: un grito ronco salió de sus labios, y, soltando la brida del caballo, cayó… una flecha acababa de atravesarle la garganta.

Un indecible terror dejó clavados en sus sitios a los testigos de esta venganza. Aprovechándolo, Robín, a pesar del desasosiego que le causaban las últimas palabras de Lambic, echándose a Christabel al hombro, desapareció en la espesura.

—¡Corred, corred! —repetía el barón en el paroxismo de la rabia—; ¡corred, bribones! ¡Si no le cogéis, todos seréis ahorcados!

Los soldados bajaron de sus caballos y se lanzaron tras la pista del joven. Robín, doblándose bajo el peso, notaba que perdía ventaja; cuantos más esfuerzos hacía por alejarse, más inútiles eran, y para colmo de desdichas, la joven, que volvía en sí, se movía convulsivamente y gritaba. Estos desordenados movimientos entorpecían la velocidad de la carrera de Robín, y, si lograba esconderse tras algún tupido arbusto, los gritos de Christabel atraerían a los esbirros.

"¡Si hay que morir —pensó—, moriremos defendiéndonos!".

Y buscó un sitio apropiado para depositar a Christabel, dispuesto a volver para hacer frente a la gente del barón.

Un olmo rodeado de maleza y de retoños de árboles le pareció apropiado para servir de refugio a la prometida de Allan, y, sin revelar a Christabel los peligros que les amenazaban, la colocó al pie del árbol, se tendió junto a ella y le recomendó que permaneciese inmóvil y silenciosa, esperando a continuación mientras que imaginaba un terrible espectáculo: el incendio de la casa en la que había vivido, y a Gilbert y Margarita expirando entre las llamas.

XV

Los soldados se acercaban con precaución, y a cada paso que daban se detenían, protegidos por el follaje, para escuchar los consejos del barón, el cual no quería que utilizasen el arco por miedo a que su hija resultase herida.

"Si me rodean estoy perdido", pensó Robín.

Un claro entre las hojas le permitió ver a Fitz-Alwine, y el deseo de venganza nació en su corazón.

—Robín —murmuró entonces la joven—; me encuentro bien. ¿Qué ha ocurrido con mi padre? ¿No le habéis hecho daño, verdad?

—No, ninguno, milady —contestó Robín estremeciéndose—, pero…

Y con el dedo hizo vibrar la cuerda del arco.

—¿Pero qué? —exclamó Christabel asustada por este gesto siniestro.

—Es él quien me ha hecho daño, ¡eh! ¡Ah, milady, si vos supieseis…!

—¿Dónde está mi padre, señor?

—A pocos pasos de aquí —respondió Robín fríamente—, y Su Señoría sabe que estamos cerca de él, pero los soldados no se atreven a atacarme, temen mis flechas.

—¡Allan, Allan, querido Allan! ¿Por qué no vienes? —exclamó desesperada Christabel.

Y de pronto, como respondiendo a esta llamada, resonó el aullido de un lobo.

Christabel, de rodillas, dirigió los brazos al cielo, de donde viene toda ayuda; pero Robín, con las mejillas coloreadas por un vivo rubor, puso sus manos junto a la boca y repitió el mismo aullido.

—Vienen en nuestra ayuda —dijo a continuación con alegría—, ya llegan milady; ese aullido es una señal convenida entre los que vivimos en el bosque; he contestado y nuestros amigos van a venir. Ya veis que Dios no nos abandona. Voy a decirles que se apresuren.

Y, con una sola mano como altavoz, Robín imitó el grito de una garza perseguida por un buitre.

—Esto significa que estamos en apuros, milady.

Un grito semejante se escuchó cerca.

Robin exclamó:

—¡Es Will! ¡Es mi amigo Will! ¡Valor, milady! Deslizaos entre las hojas para protegeros; una flecha perdida es temible.

El corazón de la joven parecía que iba a saltársele, pero sostenida por la esperanza de ver pronto a Allan, obedeció y desapareció en la espesura del follaje.

Para distraer, Robín lanzó un grito, salió de su escondrijo y de un salto se colocó tras otro árbol.

Inmediatamente una flecha se clavó en el tronco; nuestro héroe, pronto en la respuesta, saludó el acontecimiento con una risa burlona, y, devolviendo el regalo, tumbó al desgraciado soldado.

El barón animaba a su gente al combate utilizando cada árbol como escudo. Una lluvia de flechas anunció la entrada en liza de Pequeño Juan, de los siete hermanos Gamwell, de Allan Clare y del hermano Tuck.

Ante la llegada de esta valerosa tropa, los soldados tiraron las armas y se rindieron. Únicamente el barón no capituló, y se metió en la maleza rugiendo.

Robín, al ver a sus amigos, fue tras Christabel, pero Christabel, en lugar de detenerse a corta distancia, había continuado su carrera.

Robín encontró sus huellas con facilidad, pero inútilmente la llamaba, sólo el eco le contestaba. El joven arquero ya empezaba a acusarse de imprevisión cuando oyó un grito de dolor. Saltó en la dirección del grito y vio a un soldado del barón cogiendo del talle a Christabel y llevándosela en el caballo.

Otra de sus flechas vengadoras partió: el caballo, herido en el pecho, se encabritó, y el soldado y Christabel rodaron por el camino.

El soldado abandonó a Christabel y buscó, con la espada en la mano, en quien vengar la muerte del animal; pero no tuvo la oportunidad de reconocer a su adversario, pues cayó inerte cerca de la víctima, y Robín sacó a Christabel de la proximidad del nuevo cadáver, por miedo a que la sangre que manaba de una herida en la cabeza manchase a la joven.

Cuando Christabel abrió los ojos y vio la noble fisonomía del joven arquero inclinado hacia ella, enrojeció y le tendió la mano diciéndole una sola palabra:

—¡Gracias!

Pero dijo esta palabra con tal sentimiento de gratitud, con una emoción tan profunda, que Robín, enrojeciendo a su vez, besó la mano que le ofrecía.

Robín tomó de la mano a Christabel y la ayudó a dar algunos pasos hacia el grupo; pero apenas la vio Allan, olvidando a los presentes, se abalanzó hacia ella, le estrechó contra su pecho y cubrió su frente de los más tiernos besos. Christabel, palpitante, ebria de alegría, muerta de felicidad a fuerza de ser feliz, no era sino una forma humana entre los brazos de Allan; toda la fuerza vital estaba en la mirada, en los trémulos labios, en las palpitaciones del corazón.

La emoción de los espectadores de este encuentro o, más bien, de la fusión de esas dos almas, era grande. Maude, como con envidia, se acercó a Robín, le cogió las dos manos y quiso sonreírle, pero la sonrisa desgranaba, una a una, gruesas lágrimas sobre sus mejillas de terciopelo, y las lágrimas caían sin romperse, como las gotas de agua sobre las hojas.

—¿Y mi madre? ¿Y Gilbert? —preguntó el joven estrechando las manos de Maude.

Maude comunicó temblando que no había ido a la casa, y que Halbert había ido solo.

—¿Por qué te inquietas, Robín? —preguntó Will acercándose al joven para no apartarse de Maude.

—Tengo serios motivos para inquietarme: un sargento del barón Fitz-Alwine me ha dicho que había incendiado esta mañana la casa de mi padre y que había arrojado a mi madre a las llamas.

—Por mi alma —gritó el monje Tuck—, mirad…

En efecto, Hal llegaba a galope tendido sobre el más hermoso caballo de las cuadras del barón.

—Mirad, amigos míos —gritó orgullosamente el muchacho—, aunque he estado separado de vosotros también me he batido; he ganado el mejor animal de todo el condado.

Robín sonrió al reconocer el corcel del barón, el que le había servido de blanco.

Deliberaron.

En esta época en que los grandes poseedores de feudos obraban como soberanos de sus vasallos, guerreaban con sus vecinos y se dedicaban al pillaje, al bandolerismo, al crimen, bajo pretexto de ejercer sus derechos de justicia, terribles luchas se entablaban entre dos castillos, entre dos pueblos, y, acabada la batalla, vencedores y vencidos se retiraban, listos para empezar de nuevo a la primera ocasión favorable.

El barón de Nottingham, vencido durante esta noche fértil en acontecimientos, podía intentar tomar el mismo día su revancha.

He ahí por qué nuestros amigos hicieron su asamblea mientras que el barón, acompañado por dos o tres servidores, llegaba a su solar.