La presencia de Christabel impedía que le inquietasen durante la retirada.

Se decidió que Allan y Christabel se refugiaran inmediatamente en el «hall» siguiendo el camino más corto. Will Escarlata, sus seis hermanos, Maude y el primo Pequeño Juan les acompañarían.

Robín, Tuck y Halbert debían ir a casa de Gilbert Head. Al anochecer se intercambiarían noticias, y se estaría listo por si había que reunirse en tal punto o en tal otro.

Allan y Christabel, sobre el caballo del barón, partieron los primeros.

El noble animal que llevaba a lady Christabel y a Allan Clare hacia el «hall» de Gamwell avanzaba con rapidez, pero con una ligereza y una suavidad infinitas en sus movimientos, como si hubiese comprendido la naturaleza de su preciosa carga; la brida se curvaba graciosamente sobre su cuello, pero no quitaba los ojos del suelo por miedo a interrumpir con un paso en falso el diálogo de los enamorados.

Christabel se reprochaba su conducta con su padre; se veía maldecida, repudiada por el mundo por haber huido con un hombre; se preguntaba si el mismo Allan no la despreciaría más adelante. Pero estos reproches, estos escrúpulos, estos temores, solo los expresaba para tener el placer de ver cómo la elocuencia del caballero los reducía a la nada.

—¿Qué sería de nosotros si mi padre nos separara? ¿Qué será de nosotros, querido Allan?

—Dentro de muy poco ya no tendrá poder para hacerlo, adorada Christabel; pronto serás mi esposa, no sólo ante Dios como ahora, sino también ante los hombres. Yo también tendré soldados —añadió orgullosamente el joven caballero—, y mis soldados valdrán tanto como los de Nottingham. No te preocupes más, querida Christabel, abandonémonos al gozo de nuestro amor y a la protección divina.

—¡Chiss! —musitó la joven—, escuchad… ¡Allan, nos persiguen!

El caballero detuvo su corcel. Christabel no se engañaba, el ruido de unos caballos llegaba hasta ellos, y por momentos, el ruido, primero lejano, aumentaba de intensidad y se acercaba.

—¡Qué fatalidad! ¿Por qué nos habremos adelantado a nuestros amigos de Gamwell? —murmuraba Allan picando a su caballo para hacerle girar y emboscarse en la espesura, pues se encontraba al borde de un camino. En aquel momento un búho, despertado por el ruido, salió de un tronco de árbol próximo, lanzó un lúgubre grito y rozó en su vuelo la nariz del caballo. Espantado, el animal enloqueció, y en lugar de huir en la dirección elegida por Allan, echó a correr por el camino.

—¡Valor, Christabel! —gritó el joven luchando inútilmente contra la locura del animal—, ¡valor! ¡Manteneos firme; un beso, Christabel!

Un grupo de jinetes con los colores del barón aparecía en línea y controlaba todo lo largo del camino.

La huida era imposible dando la espalda a los jinetes, y no se podía escapar más que forzando su línea milagrosamente.

Allan vio el peligro y sólo pensó en arrostrarlo.

Clavando sus espuelas en los flancos del caballo, cruzó agachando la cabeza por entre los soldados y pasó… pasó como un relámpago cuando atraviesa el espacio…

—¡Cambio de mano! ¡Media vuelta! —ordenó el jefe de la tropa exasperado por este gesto de audacia—. Apuntad al caballo y ¡ay del que hiera a milady!

Una lluvia de flechas cayó alrededor de Allan, pero el animal no amortiguó su carrera y Allan no perdió el valor.

—¡Infierno! ¡Se nos escapan! —aulló el jefe—. A las patas, tirad a las patas!

Pocos instantes después los jinetes rodeaban a los dos amantes, caídos sobre la hierba tras la mortal pirueta del pobre caballo.

—Rendíos, caballero —dijo el jefe con irónica cortesía.

—Jamás —contestó Allan con la espada desenvainada—, jamás; habéis matado a lady Fitz-Alwine —añadió mostrando a Christabel desvanecida a sus pies—. ¡Pues bien, moriré vengándola!

La desigual lucha no duró mucho: Allan cayó acribillado de heridas, y los soldados reemprendieron el camino de Nottingham llevando a Christabel como un niño dormido.

Charlando, el otro grupo llegaba a la encrucijada en la que Robín debía separarse.

Repetía por milésima vez los últimos alientos de la separación cuando los ojos de algunos de los Gamwell descubrieron a corta distancia el cuerpo ensangrentado de un hombre tendido en el suelo.

—¡Cielos! ¡ha ocurrido una terrible desgracia! —gritó Robín reconociendo inmediatamente a Allan Clare—. ¡Ay, amigos míos, mirad… la hierba muestra el pisoteo de unos caballos! Aquí ha habido lucha… ¡Dios mío, quizá esté muerto…! ¿Y qué ha pasado con lady Christabel?

Todos los amigos rodearon el cuerpo que parecía sin vida.

—¡No está muerto, tranquilizaos! —exclamó Tuck.

—¡Bendito sea Dios! —dijo el grupo al unísono.

—La sangre corre de esta gran herida en la cabeza, el corazón late… Allan, caballero, estáis con vuestros amigos, abrid los ojos.

—Registrad los alrededores —dijo Robín—, buscad a lady Christabel.

El dulce nombre pronunciado por Robín reanimó en Allan la vida próxima a extinguirse.

—¡Christabel! —murmuró.

—Tranquilidad, señor —gritó el monje ocupándose de recoger algunas plantas útiles en circunstancias semejantes.

—¿Respondéis de él? —preguntó Robín al monje.

—Respondo; en cuanto haga una cura a su herida le llevaremos al «hall» por medio de una litera de ramas.

—Entonces, adiós, señor Allan —dijo Robín inclinado con tristeza sobre el herido—; nos volveremos a ver.

Allan sólo pudo responder con una débil sonrisa.

Mientras que los robustos brazos de los Gamwell transportaban lentamente al «hall» al pobre Allan Clare, Robín, devorado por la inquietud, se acercaba rápidamente hacia la casa de su padre adoptivo.

Al entrar en el valle que conducía a la casa de Gilbert, los dos jóvenes comprobaron con terror la horrible verdad de las palabras de Lambic. Una espesa nube de humo subía todavía por encima de los árboles, y el acre olor del incendio impregnaba la atmósfera.

Robín lanzó un grito de desesperación y, seguido por Pequeño Juan, no menos apenado, se lanzó corriendo hacia la avenida.

A pocos pasos de los negros escombros, en el mismo sitio en que la víspera la alegre casa sonreía por sus ventanas iluminadas, el pobre Gilbert estaba arrodillado y sus manos apretaban convulsivamente las frías manos de Margarita, tendida ante él.

—¡Padre, padre! —gritó Robín.

Una sorda exclamación se escapó de los labios de Gilbert; luego dio algunos pasos hacia Robín y cayó llorando en los brazos del joven.

Sin embargo, la energía natural del viejo guardabosque detuvo un instante las quejas, las lágrimas y el llanto.

—Robín —dijo con voz firme—, eres el legítimo heredero del condado de Huntington; no te sobresaltes, es cierto… así pues, un día serás poderoso, y mi cuerpo, mientras aliente en mí un soplo de vida, te pertenecerá… así tendrás por un lado la fortuna, por otro mi abnegación: ¡bien, mira, mírala, muerta, asesinada por un miserable la que te amaba tan tierna, tan sinceramente como hubiese amado al hijo de sus entrañas!

—¡La vengaré!

Y levantándose orgullosamente, el joven añadió:

—El conde de Huntington aplastará al barón de Nottingham, y la señorial morada del noble lord será devorada por las llamas, ¡de la misma forma que ha ocurrido con la casa del humilde guardabosque!

—Yo juro a mi vez —dijo Pequeño Juan—, no dar tregua ni descanso al barón de Fitz-Alwine, como tampoco a sus gentes y capataces.

Al día siguiente, el cuerpo de Margarita, transportado al «hall» por Lincoln y Pequeño Juan, fue enterrado piadosamente en el cementerio del pueblo de Gamwell.

XVI

Unos días después del entierro de la pobre Margarita, Allan Clare explicó a sus amigos por qué concurso de circunstancias inesperadas lady Christabel le había sido arrebatada una vez más.

Halbert, enviado al castillo por el pobre enamorado, tan fatalmente decepcionado en sus esperanzas, anunció que Fitz-Alwine había partido hacia Londres con su hija, y que de Londres debía marchar a Normandía, donde algunos asuntos reclamaban su presencia.

—Allan debe seguir a Fitz-Alwine a Londres, de Londres a Normandía, y no detenerse más que donde por fin se detenga el furioso barón.

Pronto se transformó esta idea en proyecto, y de proyecto en ejecución. Allan se preparó para partir, y, ante los ruegos del joven, la dulce y resignada Mariana consintió en esperar su regreso en la maravillosa soledad del «hall» de Gamwell.

Antes de comenzar las diligencias legales de una demanda tan difícil como era la que tenía que hacer en interés de su hijo adoptivo, Gilbert creyó conveniente someter la cuestión a sir Guy de Gamwell y hacerle conocer hasta en sus mínimos detalles la extraña historia relatada por Ritson al morir. Cuando el anciano terminó el relato de la odiosa usurpación de los derechos de Robín, sir Guy contó a su vez a Gilbert que la madre de Robín era la hija de su hermano Guy de Coventry. Por consiguiente Robín era sobrino del baronet, y no su nieto como hubiera podido deducirse de las palabras de Ritson.

La justa reclamación de Robín fue presentada ante los tribunales; hubo proceso. El abad de Ramsay, adversario del joven, miembro muy rico de la todopoderosa Iglesia, rechazó enérgicamente la demanda, y tildó de fábula, mentira e impostura el relato de Gilbert. El «sheriff» al que el señor de Beasant había confiado el dinero necesario para el mantenimiento de su sobrino fue llamado ante los jueces; pero este hombre, vendido en cuerpo y alma al audaz detentador de los bienes del conde de Huntingdon, negó el depósito y no quiso reconocer a Gilbert.

El único testigo del joven, su único protector, era su padre adoptivo, tratado de loco y visionario; débil apoyo para luchar con ventaja contra un adversario tan firmemente asentado como era el abad de Ramsay.

Sin haberse dictado sentencia todavía, hubo que buscar un medio pacífico y legal para entrar en posesión de los bienes sin lucha. Este medio fue encontrado por sir Guy, y, siguiendo su consejo, Robín se dirigió directamente a la justicia de Enrique II. Enviada su petición, esperó la respuesta favorable o contraria de Su Real Majestad antes de tomar una nueva determinación.

Transcurrieron seis años, seis años absorbidos por las angustias de un proceso abandonado o puesto nuevamente en marcha según el capricho de los jueces o de los abogados. Devorados por las inquietudes de la espera, estos seis años fueron como un día para los moradores del «hall» de Gamwell.

Robín y Gilbert no habían dejado la hospitalaria casa de sir Guy, pero a pesar del cariño y los cuidados de su hijo, Gilbert, el alegre Gilbert, sólo era ya la sombra de sí mismo.

Margarita se había llevado el alma y la alegría del anciano.

Mariana también formaba parte de los huéspedes de Gamwell. La amable joven, con la frente coronada por las rosas de sus veinte primaveras, estaba aún más encantadora; sólo faltaba a su felicidad la presencia de su hermano. Allan vivía en Francia, y en sus escasas cartas nunca hablaba de un próximo retorno.

Mejor que nadie en el «hall», y, sobre todo, más que nadie, Robín admiraba, apreciaba y amaba las perfecciones físicas y morales de Mariana; pero esta admiración, próxima a la idolatría, no se expresaba en las miradas, las palabras o los gestos. La soledad de la joven la hacía ante Robín tan digna de respeto como la presencia de una madre. Además, la incertidumbre de su porvenir prohibía a la delicadeza del joven la confesión de un amor que su actual posición no le permitía sancionar con los lazos del matrimonio.

¿Podía descender la noble hermana de Allan Clare hasta Robín Hood?

Hubiese sido imposible, incluso al observador más atento, el adivinar los pensamientos de la joven; le hubiese sido imposible descubrir en los actos de Mariana, en sus palabras o en sus miradas, no solamente el sitio que Robín tenía en su corazón, sino si había comprendido incluso el ardiente amor de que la rodeaba el silencioso y abnegado joven.

Los habitantes del «hall» de Gamwell formaban alrededor de Mariana una corte más que una comunidad; sin mostrarse fría, orgullosa ni altanera con nadie, la joven se había situado involuntariamente por encima de los que la rodeaban.

Maude Lindsay, cuyo padre había muerto casi cinco años antes, no había podido volver al castillo ni acompañar a su señora a Francia. Así pues vivía en el «hall» de Gamwell y procuraba ser útil en la medida de sus fuerzas.

El hermano de leche de Maude, el gentil y joven Hal, hacía en el castillo las funciones de guarda.

Nuestro amigo Gilles de Sherbowne, el alegre monje Tuck, comprendió finalmente la indiferencia de corazón que la linda Maude expresaba en sus maneras fríamente corteses. Los primeros días tras este desolador descubrimiento Tuck los dedicó a quejarse de la general inconstancia de las mujeres, y de la de Maude en particular. Cuando las quejas, los lamentos y la pena calmaron la efervescencia de su dolor, Tuck juró renunciar al amor; juró no amar más que a las bebidas, a los placeres de la mesa y a los buenos bastonazos, añadiendo que amaría eternamente el darlos y no el recibirlos.

Maude había amado y amaba aún a Robín Hood. Pero cuando la pobre muchacha conoció a Mariana, cuando el tiempo y un contacto diario le hicieron ver las cualidades de la hermana de Allan Clare, comprendió la fidelidad de Robín y le perdonó los desdenes de su indiferencia.