La buena y sacrificada joven no sólo perdonó, no sólo comprendió su inferioridad, sino que la aceptó, resignándose a jugar su papel de hermana sin segundas intenciones, sin esperanza en el porvenir, pero, eso sí, no sin sufrimiento.
Entre las personas que intentaban distraer a Maude de su dolor, entre los que se mostraban pendientes de ella, se encontraba un encantador muchacho, de carácter vivo y alegre y maneras apresuradas y acariciadoras, que se tomaba más trabajo en distraer a Maude del que se tomaría un anfitrión en divertir a sesenta convidados. Durante todo el día se veía al fiel amigo de Maude ir de la casa a los jardines, de los jardines al campo, del campo al bosque. Este continuo ir y venir, este infatigable ajetreo, no tenía otro fin que el de buscar un objeto precioso o nuevo para dárselo a Maude, no tenía más motivo que el descubrir un placer que ofrecerle, una sorpresa que darle. Este amigo tan tierno, tan alegremente apresurado, no era otro que nuestro viejo conocido, el buen Will Escarlata.
Poco intimidado o desalentado por los pacientes rechazos de la joven, Will la amaba en silencio de lunes a domingos; pero aquel día, su amor, mudo durante una semana, no pudiendo contenerse más, llegaba al arrebato. Los tranquilos rechazos de Maude arrojaban un poco de agua fría sobre este fuego incendiario; Will se callaba hasta el domingo siguiente, día de descanso que le permitía entregarse sin obstáculos a las efusiones de su corazón.
Estaba Maude idealizada de tal forma en el corazón del ingenuo muchacho que ya no tenía para él la forma de una mujer, sino los rasgos de un ángel, de una diosa, de un ser superior a todos los seres, más cerca del cielo que de la tierra; en una palabra miss Maude era la religión de Will.
Si hemos de reconocer que el salvaje hijo del baronet de Gamwell amaba a Maude de forma tan ruda como franca, también hemos de decir que este amor, tan extraño en su expresión, no dejaba de tener influencia en el corazón de miss Lindsay.
Rara vez detestan las mujeres al hombre que las ama, y cuando encuentran su corazón fiel de verdad, dan parte del amor que inspiran. Cada día alumbró una atención, una gentileza, una amabilidad de Will, todas teniendo por fin y recompensa la alegría de Maude. Y por fin llegó el que esta ruidosa ternura, mezclada de pasión, respeto y platonismo, hiciese nacer en el corazón de Maude una viva gratitud.
El corazón de Maude no era de los que exigen una fidelidad tan prolongada, pues su corazón era bueno, tierno y abnegado. William sabía esto y esperaba que una mañana, en su milésima declaración de amor, Maude le tendiese su blanca mano, su frente tan pura, y dijese al fin: "William, te amo".
Amada por la familia Gamwell, adorada por Will, deseosa de complacer a todos, por fin Maude se inclinó hacia el joven, pero había rechazado tan a menudo las ofertas de su amor que, sintiendo el deseo de responder a ellas, no sabía ya cómo obrar.
Así estaban las cosas en 1182, seis años después del asesinato de la pobre Margarita.
Un bello atardecer de los primeros días del mes de junio, Gilbert Head preparó una expedición nocturna. La expedición, que tenía como fin detener a una banda de hombres del barón Fitz-Alwine, debía, con su éxito, realizar los deseos del anciano, pues el esposo de Margarita no había renunciado a sus proyectos de venganza. Los informes que habían puesto sobre aviso a Gilbert del paso de estos hombres por el bosque de Sherwood hacían suponer que acompañaban a su señor al castillo de Nottingham, y Gilbert pensaba disfrazar a los suyos con la librea de los soldados del barón e introducirse en el castillo de esta forma. Solamente allí tendrían lugar las represalias, represalias sin piedad que devolverían muerte por muerte, incendio por incendio.
Gilbert quería matar con sus propias manos al barón Fitz-Alwine, pues, en la extrema exageración de su dolor, miraba esta muerte como un tributo a pagar a los queridos restos de su infortunada compañera.
Robín, a este respecto, no pensaba igual que su padre adoptivo, y sin creer que con ello traicionase el juramento que hizo sobre el cadáver de Margarita, pensaba defender al barón del furor del anciano.
Un sentimiento de amor debía interponerse como escudo entre el arma de Gilbert y el pecho del barón Fitz-Alwine.
"¡Dios mío! —pensaba Robín—, concédeme el preservar a este hombre de los golpes de mi padre; la dulce criatura que está junto a ti no pide venganza. Concédeme la gracia de mover el corazón de Fitz-Alwine, de enterarme por él de la suerte de Allan Clare, para poder dar un poco de felicidad a la que amo".
Unos minutos antes de la hora fijada para la salida, Robín entró en una habitación que estaba junto a los aposentos de Mariana para despedirse de la joven.
Entreabriendo sin ruido la puerta del cuarto, Robín vio a Mariana apoyada en una ventana y hablando consigo misma, como hacen las personas que viven en una soledad llena de sueños.
Deteniéndose turbado, Robín se quedó en silencio, con el sombrero en la mano, en el umbral de la puerta.
—Santa Madre del Salvador —murmuraba la joven con voz entrecortada—, ayúdame, protégeme, dame fuerzas para soportar la aplastante monotonía de mi existencia. Allan, hermano mío, mi único protector, mi único amigo, ¿por qué me has abandonado? Tus esperanzas de felicidad eran mi única alegría; Christabel y tú érais toda mi vida.
—Soy desgraciada, Allan, muy desgraciada, y, para redondear mi infortunio, una pasión devoradora llena todo mi ser: mi corazón ya no me pertenece.
Al terminar estas doloridas palabras, Mariana hundió la cabeza entre sus blancas manos y lloró amargamente.
—"Mi corazón ya no me pertenece" —repitió Robín estremecido de angustia, al paso que un profundo rubor le hacía comprender que era indiscreto testigo del llanto de la joven…
—Mariana —dijo vivamente Robín adelantándose hasta el centro de la habitación—, ¿me permitís hablar un momento con vos?
Mariana, sobresaltada, dejó escapar una débil exclamación.
—Con gusto, señor —contestó con dulzura.
—Señorita —dijo Robín con los ojos bajos y la voz temblorosa—, acabo de cometer involuntariamente una falta imperdonable. Pido a vuestra extrema indulgencia que escuche mi confesión sin cólera. Llevo en el umbral de la puerta varios minutos, vuestras palabras, tan profundamente tristes, han tenido un auditor.
Mariana enrojeció.
—Oí sin escuchar, señorita —se apresuró a añadir Robín acercándose tímidamente a la joven.
Una dulce sonrisa iluminó los labios de la encantadora lady.
—Señorita —prosiguió Robín animado por esta divina sonrisa—, permitidme contestar a algunas de vuestras palabras. Estáis sin padres, Mariana, alejada de vuestro hermano y casi sola en el mundo. ¿No tiene mi vida los mismos dolores? Como vos, milady, puedo quejarme de mi suerte, puedo llorar como vos, pero no a los ausentes, sino a los que no están. Sin embargo no lloro, porque el porvenir y Dios son mi esperanza.
—Sois bueno, Robín —respondió la joven con voz profundamente emocionada.
—Tened pues confianza en mí, querida lady. Sobre todo no supongáis que el ofrecimiento de mi corazón, de mi vida, de mis cuidados, lo hago sin reflexionar… Mariana —añadió el joven con voz más expresiva y menos temblorosa—, os diré toda la verdad: os amo desde que nos vimos por primera vez.
Una exclamación en la que se mezclaban la alegría y la sorpresa escapó de los labios de Mariana.
—Si os hago hoy esta confesión —continuó Robín con emoción—, si os abro mi corazón cerrado sobre vuestra imagen desde hace seis años, no es con la esperanza de obtener vuestro cariño, sino para que comprendáis mi fidelidad a vuestra querida persona.
Mariana tendió al joven inclinado hacia ella sus dos manos temblorosas.
—Escucho vuestras palabras, Robín, con un sentimiento de admiración tan grande que me hace impotente para expresaros mi felicidad. Os conozco desde hace varios años, y cada día me ha enseñado a apreciaros más. Me sería penoso el ser sobrepasada en grandeza de alma, incluso por vos, Robín. Quiero ser tan franca como vos sois fiel.
Un vivo color enrojeció las mejillas de Mariana, que guardó silencio durante algunos minutos.
—No tengáis mala opinión de mi delicadeza de mujer —prosiguió la joven emocionada—, si en premio a todas vuestras bondades para conmigo os pertenezco. Además, no creo tener que avergonzarme por esta confesión, ya que es un testimonio de mi gratitud y mi lealtad.
No repetiremos las ardientes palabras que se escaparon como un torrente del corazón de los jóvenes; seis años de amor silencioso habían amasado tesoros de ternura.
XVII
—¡Maude, Maude, miss Maude! —gritaba una voz alegre persiguiendo a la joven que se paseaba sola y pensativa por los jardines de Gamwell—. Maude, gentil Maude —repitió la voz con tierna impaciencia—, ¿dónde estáis?
—Aquí, William —dijo miss Lindsay acercándose con apresurado agrado hacia el joven.
—Soy feliz al encontraros, Maude —gritó Will con alegría.
—¿Tenéis intención de preparar el camino para ir mañana de caza?
—No, Maude, no vamos al bosque con esa pacífica intención, vamos… ¡Oh, lo olvidaba!… No debo hablar de esto a nadie. Sin embargo voy a hacer una cosa cuyo resultado puede ser que me rompa una pierna… Digo locuras, Maude, no me escuchéis. He venido para desearos una feliz noche, y deciros adiós…
—¡Adiós, Will! ¿Qué significa esto? ¿Vais a emprender una peligrosa expedición?
—Si así fuera, con un arco y un bastón sólidamente agarrado a una mano firme, la victoria sería fácil. Pero, silencio… todas mis palabras están de más, no dicen nada.
—Me engañáis, William, queréis hacerme misteriosa vuestra salida nocturna.
—La prudencia lo exige, querida Maude; una palabra de más podría ser peligrosa. Los soldados… ¡Oh, estoy loco… loco de amor por vos, Maude! He aquí la verdad: Pequeño Juan, Robín y yo vamos a recorrer el bosque. Antes de partir quise despedirme, despedirme tiernamente, pues quizá no vuelva a tener la dicha de… Digo chiquilladas, Maude, sí, chiquilladas. Vine a deciros adiós porque me es imposible alejarme del «hall» sin estrecharos las manos; esto es cierto, Maude, completamente cierto, os lo aseguro.
—¿Me amáis de verdad, Will?
—¿Qué tengo que hacer para probároslo? ¿Qué hay que hacer?, decídmelo… Deseo demostraros que os amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas, deseo demostrároslo porque aún no lo sabéis.
—William, William, ¿dónde estás? —dijo de pronto una voz fuerte y sonora.
—Me llaman, Maude, adiós.
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