Un instante después, éste lanzó un prolongado grito de dolor.
—¡Ah! maese Robín, ya tenemos otra de tus obras maestras —dijo Gilbert corriendo al lado de su hijo y reteniéndole en el preciso momento en que éste iba a transponer el umbral de la puerta.
—¿Qué pasa? —replicó el joven lleno de respetuosa indignación—. Creéis que…
—Sí, creo que eres tú quien ha clavado la mano de este hombre al arco; en el bosque no hay nadie más que tú capaz de tal destreza. Mira, el hierro de esta flecha te delata; tiene nuestra marca… ¡Ah! espero que ya no negarás tu falta.
Y Gilbert le enseñaba el hierro de la flecha que había arrancado de la herida.
—¡Pues bien!, sí, padre mío, fui yo quien hirió a este hombre —respondió fríamente Robín.
La expresión del anciano se hizo severa.
—Es algo horrible y criminal, amigo; ¿no estás avergonzado de haber herido tan peligrosamente, por fanfarronería, a un hombre que no te hacía ningún daño?
—No siento ni vergüenza ni remordimiento por mi conducta —respondió Robín en tono firme—. La vergüenza y el remordimiento los tiene el que atacaba en la sombra a unos viajeros inofensivos e indefensos.
—¿Quién es entonces culpable de esta felonía?
—El hombre que habéis recogido en el bosque.
Y Robín relató a su padre lo sucedido con todos los detalles.
—¿Te vio ese miserable? —preguntó Gilbert con inquietud.
—No, pues huyó enloquecido y creyendo que era cosa del diablo.
—Perdóname mi injusticia —dijo el anciano estrechando afectuosamente las manos del muchacho—. Creo que la fisonomía de este hombre no me es desconocida —añadió Gilbert tras haber reflexionado un instante.
La conversación fue interrumpida por la llegada de Allan y Mariana, a los que el dueño de la casa dio cordialmente la bienvenida.
Por la tarde de ese mismo día, la casa del guardabosque estaba muy animada: Gilbert, Margarita, Lincoln y Robín, sobre todo este último, estaban afectados por el cambio y la agitación que la llegada de estos huéspedes había introducido en su tranquila existencia. Robín no se movía, pero su corazón trabajaba. La visión de la hermosa Mariana despertaba en él sensaciones no conocidas hasta entonces y permanecía inmóvil, sumergido en una muda admiración; enrojecía, palidecía, temblaba, cuando la joven andaba, hablaba o miraba a su alrededor.
Mientras que Robín, sentado en un rincón de la estancia, adoraba a Mariana en silencio, Allan cumplimentaba y felicitaba al anciano por tener tal hijo; pero Gilbert, que esperaba saber cosas sobre el origen de su hijo en el momento menos pensado, siempre confesaba que el joven no era su hijo, y relataba cómo y en qué tiempo un desconocido le había traído al niño.
Así pues Allan se enteró con asombro de que Robín no era hijo de Gilbert, y ante la explicación de éste de que el desconocido protector del huérfano llegó probablemente de Huntingdon, pues el «sheriff» de aquel lugar era quien pagaba anualmente la pensión del niño, el caballero respondió:
—Huntingdon es nuestro lugar de nacimiento, y lo dejamos apenas hace unos días. La historia de Robín, buen guardabosque, podría ser cierta, pero lo dudo. Ningún gentilhombre de Huntingdon murió en Normandía en la época del nacimiento de este niño, y jamás oí decir que un miembro de las nobles familias del condado se casara con una francesa plebeya y pobre. A mi regreso a Huntingdon me informaré minuciosamente y me esforzaré por descubrir a la familia de Robín; mi hermana y yo le debemos la vida, ¡quiera el cielo que lo logremos y le paguemos así la deuda sagrada de un eterno agradecimiento!
—Nos extraviamos al atravesar el bosque de Sherwood para ir a Nottingham —añadió Allan Clare— y cuento con ponerme nuevamente en camino mañana por la mañana. ¿Querrías ser mi guía, querido Robín? Mi hermana permanecerá aquí confiada a los buenos cuidados de vuestra madre y nosotros volveremos al anochecer. ¿Está lejos de aquí Nottingham?
—Aproximadamente doce millas —respondió Gilbert—; un buen caballo no tarda ni dos horas en hacer el viaje.
Llegada la noche y cerradas las puertas, nuestros personajes se sentaron a la mesa e hicieron honor al talento culinario de la buena Margarita. El principal plato era un cuarto de venado asado; maese Robín resplandecía de alegría, él había matado ese cervatillo ¡y ella se dignaba encontrar la carne deliciosa al paladar!
Repentinamente un silbido prolongado que salía de la habitación ocupada por el enfermo, atrajo las miradas de los comensales hacia la escalera que conducía al piso de arriba, y apenas se desvaneció en el aire el silbido, una respuesta semejante retumbó a cierta distancia, en el bosque. Nuestros seis comensales se estremecieron, uno de los perros guardianes lanzó aullidos de inquietud, y el silencio más absoluto volvió a enseñorearse de los alrededores y del hogar del guarda.
—Aquí ocurre algo inusitado —dijo Gilbert—, y mucho me extrañaría que no hubiera en el bosque algunos personajes de esos que no sienten el menor escrúpulo en hurgar los bolsillos ajenos.
—¿Suelen llegar hasta aquí los ladrones? —preguntó Allan.
—A veces.
Mariana, al oír estas palabras, tembló de terror y se acercó a Robín involuntariamente. Robín quiso tranquilizarla, pero la emoción le dejó sin voz, y Gilbert, dándose cuenta de los temores de la joven, dijo sonriendo:
—Tranquilizaos, noble señorita, tenemos a vuestro servicio valerosos corazones y buenos arcos, y si los «outlaws» osan aparecer huirán como lo han hecho tantas veces, sin llevarse como botín otra cosa que una flecha más abajo de sus chaquetas.
—Gracias —dijo Mariana.
Robín iba a proseguir con palabras tranquilizadoras cuando se oyó un violento golpe en la puerta exterior de la habitación; el edificio tembló, los perros echados ante el fuego brincaron ladrando, y Gilbert, Allan y Robín se abalanzaron hacia la puerta mientras que Mariana se refugiaba en los brazos de Margarita.
—¡Hola! —gritó el guarda—. ¿Qué grosero visitante se atreve a destrozar así mi puerta?
Un segundo golpe aún más violento que el primero fue la respuesta; Gilbert repitió su pregunta, pero los furiosos ladridos de los perros hicieron todo diálogo imposible, sólo a duras penas se oyó al fin una voz sonora dominando el tumulto y pronunciando esta fórmula sacramental:
—¡Abrid, por el amor de Dios!
—¿Quién sois?
—Dos monjes de la orden de san Benito.
—¿Qué queréis?
—Abrigo durante la noche y algo de comer; nos hemos extraviado en el bosque y estamos muertos de hambre.
—Sin embargo tu voz no es la de un moribundo; ¿cómo quieres que sepa si estás diciendo la verdad?
—¡Pardiez!, abriendo la puerta y mirándonos —respondió la misma voz en un tono al que la impaciencia hacía menos humilde—. Vamos, obstinado guardabosque, ¿vas a abrirnos? Nuestras piernas se doblan y nuestros estómagos gritan.
Gilbert consultaba con sus huéspedes y dudaba cuando otra voz, una voz de anciano tímida y suplicante intervino.
—¡Por el amor de Dios!, abrid, buen guardabosque; os juro por las reliquias de nuestro santo patrón que mi hermano os ha dicho la verdad.
—Bueno, después de todo —dijo Gilbert de forma que le oyesen fuera- estamos aquí cuatro hombres, y con la ayuda de nuestros perros daremos buena cuenta de esa gente sean quienes sean. Voy a abrir. ¡Robín, Lincoln, sujetad un momento a los perros, los soltaréis si los malhechores nos atacan!
IV
Apenas giró la puerta sobre sus goznes, un hombre que se colocó de forma que impedía que se volviera a cerrar, apareció y franqueó el umbral instantáneamente. Este hombre, joven, robusto y de colosal estatura, llevaba un largo hábito negro con capuchón y anchas mangas; una cuerda le servía de cinturón; un inmenso rosario le colgaba a un lado y su mano se apoyaba sobre un grueso y nudoso bastón de cornejo.
Un viejo, vestido de la misma forma, seguía humildemente a este hermoso monje.
Tras los saludos de costumbre, se reunieron en la mesa con los recién llegados, y la alegría y la confianza volvieron a aparecer. Sin embargo, los dueños de la choza no habían olvidado el silbido del piso de arriba y el del bosque, pero disimulaban sus temores para no asustar a sus huéspedes.
—Buen guardabosque, recibe mis congratulaciones; ¡tu mesa está admirablemente bien servida! —exclamó el monje alto devorando una tajada de venado.
Los comensales se miraban con ansiedad, solamente el monje parecía no inquietarse por nada y proseguía filosóficamente sus ejercicios gastronómicos.
—¡Qué grande es la Providencia! —continuó tras un momento de silencio—. Sin los ladridos de uno de vuestros perros, al que alarmaron los silbidos, no hubiésemos podido descubrir vuestra morada, y, con la lluvia que empezaba a caer, sólo hubiésemos tenido agua pura para refrescarnos, según las reglas de nuestra orden.
Dicho esto, el monje llenó y vació su vaso.
—¡Buen perro! —añadió el religioso inclinándose para acariciar con la mano al viejo Lance, que se encontraba casualmente tumbado a sus pies—. ¡Noble animal!
Pero Lance, rehusando responder a las caricias del monje, se levantó, estiró el cuello olfateando y gruñó sordamente.
—Robín, dame mi bastón y coge el tuyo —dijo Gilbert en voz baja.
—Y yo —dijo el monje joven—, tengo un brazo de hierro, un puño de acero y un bastón de cornejo: todo está a vuestro servicio en caso de ataque.
—Gracias —respondió el guardabosque—, creía que la regla de tu orden te prohibía emplear tus fuerzas para tal fin.
—Pero, ante todo, la regla de mi orden me ordena prestar ayuda y asistencia a mis semejantes.
—Paciencia, hijos míos —dijo el monje viejo—, no ataquéis los primeros.
—Seguiremos vuestro consejo, padre; primero vamos a…
Pero Gilbert fue interrumpido en la explicación de su plan de defensa por un grito de terror lanzado por Margarita. La pobre mujer acababa de ver en lo alto de la escalera al herido, al que se creía moribundo en su cama, y, muda de espanto, dirigía los brazos hacia la siniestra aparición. Las miradas de todos se dirigieron inmediatamente hacia aquel mismo sitio, pero ya estaba vacía la escalera.
Gilbert lanzó una significativa mirada a Robín y éste, sin que nadie se diese cuenta y sin hacer más ruido que un gato en sus rondas nocturnas, trepó al último escalón.
La puerta de la habitación estaba entreabierta y los reflejos de las luces de la sala penetraban en el cuarto; del primer vistazo pudo Robín ver que el herido, en lugar de guardar cama, inclinaba medio cuerpo fuera de la ventana y hablaba en voz baja con una persona que se encontraba fuera.
Nuestro héroe, arrastrándose por el suelo, se deslizó hasta los pies del bandido y aguzó el oído.
—La joven y el caballero están aquí —decía el herido—; acabo de verles.
—Tanto mejor, ya no se nos escaparán.
—¿Cuántos sois, muchachos?
—Siete.
—Ellos sólo son cuatro.
—Pero lo más difícil es entrar, porque la puerta parece estar sólidamente cerrada, y oigo gruñir a una jauría de perros.
—No nos ocupemos de la puerta; más vale que permanezca cerrada durante el tumulto para que la dama y su hermano no se nos vuelvan a escapar.
—¿Qué vas a hacer entonces?
—¡Pardiez!, ayudaros a entrar por la ventana. Tengo disponible la mano derecha y voy a atar a esta baranda mis sábanas y mantas. Vamos, preparaos para subir trepando.
—¡Seguro! —gritó de pronto Robín; y cogiendo al bandido por las piernas intentó tirarlo fuera.
La indignación, la cólera, el ardiente deseo de conjurar los peligros que amenazaban la vida de sus padres y la libertad de la bella Mariana, centuplicaron las fuerzas del muchacho. En vano intentó el bandido resistirse a un impulso tan brusco; tuvo que ceder y, perdiendo el equilibrio, desapareció en el aire para caer no sobre la tierra, sino en el depósito lleno de agua que se hallaba bajo la ventana.
Los hombres de fuera, sorprendidos por la caída inesperada de su compadre, huyeron hacia el bosque, y Robín bajó a contar la aventura. Primero hubo risas, pero tras ellas llegó la reflexión; Gilbert indicó que los malhechores, repuestos de su sorpresa, atacarían de nuevo la casa; se prepararon otra vez para rechazarles y el viejo monje, el padre Eldred, propuso una oración general para invocar la protección del Altísimo.
Todavía se encontraban rezando cuando unos gemidos entremezclados con bruscos silbidos sonaron en el depósito; la víctima de Robín llamaba en su socorro a los que habían huido; éstos, avergonzados por su escapada, se acercaron sin hacer ruido, ayudaron al herido a salir del agua, le colocaron casi moribundo sobre el cobertizo y deliberaron sobre un nuevo plan de ataque.
—Vivos o muertos, tenemos que apoderarnos de Allan Clare y de su hermana —decía el jefe de esta banda de mercenarios—; son las órdenes del barón Fitz-Alwine, y preferiría desafiar al diablo o dejarme morder por un lobo rabioso antes que volver ante él con las manos vacías. De no ser por la torpeza del imbécil de Taillefer, ya habríamos regresado al castillo.
Adivinarán nuestros lectores que el bribón al que Robín había tratado tan bien se llamaba Taillefer.
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