En cuanto al barón Fitz-Alwine, pronto le conocerán; por ahora debe bastarles con saber que este vindicativo personaje juró la muerte de Allan, en primer lugar porque Allan ama y es amado por lady Christabel Fitz-Alwine, su hija, y porque lady Christabel ha sido destinada a un rico señor de Londres; en segundo lugar porque Allan también posee ciertos secretos políticos que si se revelasen serían la ruina y la muerte del barón. En estos tiempos feudales, el barón Fitz-Alwine, señor de Nottingham, tenía derecho sobre la vida y la muerte de todo el condado, y le era fácil emplear a sus hombres en sus venganzas personales. ¡Y qué hombres, gran Dios! Taillefer era la más bella muestra.
A golpes de maza, el jefe hizo estremecerse la puerta, la cual habría cedido de no ser por una barra de hierro colocada transversalmente en el interior.
El objetivo de Gilbert era ganar tiempo a fin de terminar sus preparativos defensivos; no tenía confianza en la solidez de su puerta y quería que, cuando la abriera él mismo, los bandidos encontraran una buena acogida.
Parecía el jefe de una ciudadela a punto de ser asaltada; distribuía las funciones, ponía a cada uno en su puesto, inspeccionaba las armas y recomendaba prudencia y sangre fría por encima de todo. De valor no hablaba, pues los que le rodeaban habían dado muestras sobradas.
—Separémonos —dijo Gilbert—; yo, en este ángulo, desde el que haré llover las flechas sobre los intrusos; vos aquí, Allan, listo para acudir a todas partes en que haga falta ayuda; tú, Lincoln…
En aquel momento un viejo de colosal estatura y armado con un bastón proporcionado a ella entró en la sala.
—Tú, Lincoln, al otro lado de la puerta, frente al buen hermano, vuestros bastones se moverán a una; pero aparta primero la mesa y las sillas para que el campo de batalla esté despejado. Apaguemos también las luces, el hogar da suficiente claridad. Respecto a vosotros, mis valientes perros —añadió el guarda acariciando a sus bulldogs—, y tú, Lance, querido, ya sabéis dónde morder, atención.
Durante esta puesta a punto de la defensa, los asaltantes, cansados de golpear inútilmente la puerta, habían cambiado de táctica, y la casa del guardabosque corría gran peligro. Felizmente Robín vigilaba desde lo alto de su observatorio.
—Padre —dijo sin elevar la voz desde lo alto de la escalera—, los bandidos amontonan leña delante de la puerta y van a prenderle fuego; son siete en total sin contar el herido, sin duda medio muerto.
—¡Por la misa! —exclamó Gilbert— no les demos tiempo a encender ni un haz; mi leña está seca y en un abrir y cerrar de ojos la casa ardería como un fuego de San Juan. ¡Abrid deprisa, abrid, padre benedictino, y cuidado todos!
El monje, manteniéndose de lado, alargó el brazo, levantó la barra de hierro, hizo rechinar los cerrojos, y un montón de maleza entró en la sala por la puerta entreabierta.
—¡Hurra! —gritó el jefe de los bandidos, que fue el primero en meter la cabeza en la habitación—. ¡Hurra!
Pero sólo pudo lanzar este grito y no dio más que un paso; Lance le saltó a la garganta, el bastón de Lincoln y el del padre cayeron simultáneamente sobre su nuca, y rodó inmóvil por el suelo.
El hombre que le seguía corrió la misma suerte.
El tercero también, pero los cuatro restantes, habiendo llegado a la lucha sin ser detenidos por los perros como había ocurrido con sus predecesores, entablaron un combate en regla, combate que Gilbert y Robín, situados como estaban, hubiesen podido acabar rápidamente con ventaja para ellos con sólo vaciar las flechas de sus carcajs sobre los enemigos, que atacaban con lanzas; pero Gilbert, más que derramar sangre, prefería dejar al benedictino y a Lincoln la gloria de acogotar a los esbirros del barón Fitz-Alwine, y se contentaba, lo mismo que Allan Clare, con detener los lanzazos.
Así, la sangre no había corrido salvo allí donde habían mordido los perros; Robín, avergonzado de su inactividad, quiso mostrar su habilidad, y, digno alumno de Lincoln en la ciencia del bastón como lo era de Gilbert en la del arco, se apoderó de un mango de alabarda y unió sus molinetes a los terribles molinetes de sus compañeros.
Al acercarse Robín, uno de los bandidos, un coloso, un Hércules, lanzó carcajadas burlonas y feroces, esquivó a Lincoln y al monje e hizo un giro ofensivo sobre el adolescente.
Pero Robín, sin alterarse, esquivó el lanzazo, que le hubiese ensartado, y respondiendo con un golpe recto y horizontal en pleno pecho, envió al bandido contra la muralla.
—¡Bravo, Robín! —gritó Lincoln.
—¡Infierno y muerte! —murmuró el bandido, que vomitaba cuajarones de sangre y parecía próximo a expirar. Pero, repentinamente, levantándose sobre sus corvas, fingió vacilar un momento, y, ebrio de furor se precipitó sobre Robín con el hierro de su lanza por delante.
Robín estaba perdido. El desdichado había olvidado en su triunfo el mantenerse en guardia, y la lanza, rápida como el rayo, iba a traspasarle, cuando el viejo Lincoln, que controlaba hasta el menor detalle, tumbó al asesino de un bastonazo asestado perpendicularmente en el cráneo.
—¡Y cuatro! —gritó riéndose.
Efectivamente, cuatro bandidos yacían en el suelo, ya sólo quedaban luchando tres, los cuales parecían más dispuestos a huir que a mantener la ofensiva.
Y es que la enorme rama de cornejo manejada por el padre benedictino no dejaba de acariciarles los miembros.
¡Era hermoso ver al padre con su cabeza desnuda y aureolada de santa cólera, con sus mangas subidas hasta el codo, con su largo hábito recogido por encima de las rodillas!
El ángel Gabriel luchando con el demonio no tenía una prestancia más terrorífica.
Mientras que este heroico monje, ante el que Lincoln manifestaba la más viva admiración, proseguía la lucha con el arma en la mano, Gilbert, ayudado por Robín y Allan, ataba sólidamente los miembros de los vencidos que aún respiraban. Dos de ellos pedían gracia, un tercero estaba muerto; el jefe, al que Lance seguía atenazando la garganta con sus mandíbulas, agonizaba horriblemente.
Lance hundió cada vez más profundamente sus agudos dientes en la garganta de su víctima; la arteria carótida y las venas yugulares fueron seccionadas y la vida del malhechor se fue con su sangre.
Enterados de la muerte de su jefe, los bandidos pidieron misericordia. Al dueño de la casa correspondía decidir su suerte.
Gilbert Head era dueño de la vida de estos bribones; hubiera podido darles muerte de acuerdo con los usos y costumbres de la época, en la que cada uno se tomaba la justicia por su mano, pero le horrorizaba verter sangre fuera de los casos de legítima defensa; así pues tomó otro partido.
Levantaron a los seis heridos, reanimaron las fuerzas de los más maltratados, se les ató las manos a la espalda, después se les ató juntos como a galeotes, y Lincoln, asistido por el joven monje, les condujo a algunas millas de la casa, hasta uno de los más tupidos lugares del bosque, dejándolos a solas con sus pensamientos.
Taillefer no formaba parte del grupo.
En el momento en que Lincoln iba a atarlo al resto de la fila había dicho:
—¡Gilbert Head, Gilbert Head, haz que me lleven a una cama; debo hablarte antes de morir!
—No, perro ingrato; lo que debería hacer es colgarte del árbol más cercano.
—Escucha, lo que tengo que decirte es de la máxima importancia.
Gilbert iba a negarse nuevamente, pero creyó escuchar de labios de Taillefer un nombre que despertaba en él todo un mundo de dolorosos recuerdos.
—¡Anita! ¡pronunció el nombre de Anita! —murmuró Gilbert inclinándose inmediatamente sobre el herido.
—Sí, he pronunciado el nombre de Anita —respondió débilmente el moribundo.
—¡Y bien! habla, dime todo lo que sabes de Anita.
—No, no estamos solos —dijo Taillefer señalando al anciano monje, el cual rezaba ante el cadáver del bandido.
Luego, agarrando el brazo de Gilbert, el herido intentó levantarse, pero el anciano le rechazó vivamente.
—¡No me toques, descreído!
El desdichado volvió a caer de espaldas, y Gilbert, enternecido a pesar suyo, le levantó suavemente; el recuerdo de Anita mitigaba su cólera.
—Gilbert —prosiguió Taillefer con voz cada vez más débil—, te he hecho mucho daño; pero voy a intentar repararlo.
—No pido reparación; sólo escucho lo que tienes que decirme.
—¿Así pues no me reconoces, Gilbert?
—Te reconozco por lo que eres, ¡un asesino, un maldito traidor! —gritó Gilbert, que ya tenía el pie en el umbral de la puerta.
—Soy peor que todo eso, Gilbert; soy Ritson, Roland Ritson, el hermano de tu mujer.
—¡Ritson! ¡Ritson! ¡Virgen santa, madre de Dios! ¿es posible?
Y Gilbert cayó de rodillas junto al moribundo, que se debatía en las últimas angustias de la agonía.
V
A esta tarde tormentosa sucedió una noche tranquila y silenciosa. El monje joven y Lincoln habían regresado de su expedición al bosque para enterrar el cadáver del bandido; Mariana y Margarita ya no oían el ruido de la batalla más que en sueños; Allan, Robín, Lincoln y los dos monjes reparaban sus fuerzas durmiendo profundamente; únicamente Gilbert Head velaba aún.
Cuando el sol inundó de luz la habitación, Ritson, como si despertara del sueño de la muerte, se estremeció, lanzó un gemido de arrepentimiento, y, agarrando la mano de Gilbert, la llevó a sus labios y balbuceó estas palabras:
—¿Me perdonas?
—Habla primero —respondió Gilbert con prisa por recibir alguna luz sobre la muerte de su hermana Anita y el nacimiento de Robín—; perdonaré después.
—Así moriré más tranquilo.
Iba Ritson a empezar sus revelaciones cuando unas alegres voces se escucharon en la planta baja.
—Padre, ¿dormís? —preguntó Robín desde abajo de la escalera.
—Es tiempo de partir para Nottingham si queremos volver esta tarde —añadió Allan Clare.
—Si os place, señores —decía el hercúleo monje—, seré vuestro compañero de viaje, pues una buena obra me llama al castillo de Nottingham.
—Vamos, padre, bajad para que nos despidamos.
Muy a su pesar Gilbert descendió.
Despidió inmediatamente a Robín, Allan y el monje; Mariana y Margarita debían acompañarles hasta cierta distancia de la casa para animarse con un paseo matinal; Lincoln fue enviado a Mansfeldwoohaus con un pretexto cualquiera, y el padre Eldred aprovechó la ocasión para visitar el pueblo; al final del día volverían a reunirse todos.
—Ahora estamos solos, habla, te escucho —dijo Gilbert sentándose a la cabecera de Ritson.
—No te contaré, hermano, todos los crímenes, todas las acciones monstruosas de las que soy culpable. Ya sabes que dejé Mansfeldwoohaus hace veintitrés años para entrar al servicio de Felipe Fitzooth, barón de Beasant. Este título había sido otorgado a mi señor por el rey Enrique en pago a los servicios prestados durante la guerra con Francia. Felipe Fitzooth era el hijo pequeño del viejo conde de Huntingdon, el cual murió mucho antes de mi entrada en esta casa, dejando sus bienes y su título a su hijo mayor, Robert.
—Algún tiempo después de esta herencia, Robert perdió a su mujer en el parto, y concentró todo su cariño en el heredero que ella le dejó; niño débil y enfermizo cuya vida sólo se sacó adelante con minuciosos y constantes cuidados. El conde Robert, ya desconsolado por la muerte de su esposa y desesperado por el porvenir de su hijo, se dejó dominar por la pena y murió, confiando a su hermano Felipe la misión de velar por el único retoño de su raza.
—Desde ese momento el barón de Beasant tenía un imperioso deber que cumplir. Pero la ambición, el deseo de adquirir nuevos títulos nobiliarios y de heredar una colosal fortuna le hicieron olvidar las recomendaciones de su hermano, y, tras algunos días de vacilaciones, decidió deshacerse del niño; pronto tuvo que renunciar a su proyecto, el joven Robert vivía entre numerosos criados, los lacayos, guardias y habitantes del condado le eran devotos y no hubiesen dejado de protestar e incluso de revelarse si Felipe Fitzooth se hubiera atrevido a despojarle abiertamente de sus derechos.
—Así pues, temporizó explotando la débil constitución del heredero, el cual, según opinión de los médicos, no tardaría en sucumbir si se le permitían el desorden y los ejercicios violentos.
—Con este fin me tomó Felipe Fitzooth a su servicio. El conde Robert tenía ya dieciséis años, y, de acuerdo con los infames cálculos de su tío, yo debía llevarle a su perdición por todos los medios a mi alcance, caídas, accidentes, enfermedades; yo debía intentar todo para que muriese rápidamente, todo excepto el asesinato. Fui un digno y celoso esbirro del barón de Beasant.
—Pero Robert, al crecer, se había puesto fuerte. La fatiga le era ya desconocida.
—Mi tarea se hacía cada vez más ruda. Finalmente creí observar algunos cambios en la fisonomía y el aspecto del joven conde; estos cambios, casi imperceptibles al principio, poco a poco se fueron haciendo visibles, reales, importantes; perdía su vivacidad y su alegría; se quedaba triste y pensativo durante largas horas; se quedaba inmóvil o se paseaba solo mientras que los perros acosaban la caza; ya no comía, no bebía, no dormía, rehuía a las mujeres y apenas me hablaba una o dos veces al día.
—Le espié y pronto le descubrí paseando con una joven.
—¡Vaya, vaya! ¡He aquí algo que no se espera el señor barón de Beasant! Robert está enamorado; esto explica sus insomnios, su tristeza, su falta de apetito y, sobre todo, sus paseos solitarios.
—Escuché atentamente las palabras de los dos enamorados esperando sorprender algún secreto, pero sólo oí el lenguaje usual en tales circunstancias.
—Las entrevistas de Robert y su amada duraron mucho tiempo. Para hacerlas más fáciles, Robert me lo confesó, y yo no relaté el asunto al barón de Beasant hasta que me hube informado bien de la posición de la joven. Miss Laura pertenecía a una familia menos encumbrada en la jerarquía nobiliaria que la de Robert, pero cuya alianza sería sin embargo honrosa.
—El barón me ordenó impedir a cualquier precio el matrimonio de Robert con esa Miss Laura, e incluso llegó a ordenarme sacrificar a la joven.
—Esta orden me pareció cruel, muy peligrosa y, sobre todo, muy difícil de ejecutar.
—No sabía qué partido tomar ni a qué demonio pedir consejo cuando, confiado e indiscreto como todo hombre dichoso, Robert me contó que, queriendo ser amado por sí mismo, había ocultado su posición a miss Laura.
—Miss Laura le creía hijo del guardabosque, y a pesar de esta baja extracción, consentía en darle su mano.
—Robert había alquilado una casita en la pequeña ciudad de Loockeys, en Nottinghamshire; allí debía reunirse con su joven esposa, y para que no se sospechase nada, anunciaría al dejar el castillo de Huntingdon que iba a Normandía a pasar algunos meses junto a su tío el barón de Beasant.
—El plan resultó de maravilla; un sacerdote unió en secreto a los dos amantes; yo fui el único testigo de la boda, y nos fuimos a vivir a la casita de Loockeys.
—Tras un año de felicidad que no se empañó por nada, Laura dio a luz un niño cuyo nacimiento le costó la vida.
—¿Y ese niño —preguntó Gilbert con ansiedad—, ese niño es…?
—Sí, es el niño que te confiamos hace quince años.
—¿Es entonces Robín el heredero del título de conde de Huntingdon?
—Sí, Robín es conde, Robín…
Ritson reunió las fuerzas que le quedaban y prosiguió:
—Robert, loco de dolor, rechazó los consuelos, perdió los ánimos y cayó seriamente enfermo.
—El barón de Beasant, descontento de mi vigilancia, me había anunciado su próximo regreso; creí obrar según sus deseos haciendo enterrar a la condesa Laura en un convento próximo sin revelar su calidad de esposa del conde Robert, y puse al niño en manos de una granjera a la que conocía. Mientras tanto, el barón de Beasant volvió a Inglaterra, y, pareciéndole bien para sus planes el no desmentir el pretendido viaje de Robert a Francia, le hizo llevar al castillo anunciando que había caído enfermo en el viaje.
—La suerte favorecía al barón de Beasant, estaba a punto de lograr sus propósitos, ya se veía heredero de los títulos y la fortuna del conde de Huntingdon; Robert iba a morir… Unos instantes antes de exhalar el último suspiro, el infortunado joven llamó al barón a su cabecera, le contó su matrimonio con Laura y le hizo jurar sobre el Evangelio que velaría por el huérfano. El tío juró… pero aún estaba caliente el cadáver del desdichado Robert cuando el barón me llamaba a la cámara mortuoria y, a su vez, me hacía jurar sobre el Evangelio que nunca revelaría en tanto que él viviera, el matrimonio de Robert, el nacimiento de su hijo ni las circunstancias de su muerte.
—Yo tenía el alma entristecida; lloraba recordando a mi señor, o más bien a mi pupilo, a mi compañero, tan dulce, tan bueno, tan generoso conmigo y con todos; pero había que obedecer al barón de Beasant.
—Así pues juré, y nos llevamos al niño desheredado.
—¿Y dónde está el barón de Beasant, usurpador del título de conde de Huntingdon? —preguntó Gilbert.
—Murió en un naufragio en las costas de Francia, y era yo quien le acompañaba como cuando vinimos aquí; yo traje a Inglaterra la noticia de su muerte.
—¿Y quién le ha sucedido?
—El rico abad de Ramsay, William Fitzooth.
—¡Cómo! ¿un abad despoja en su provecho a mi hijo Robín?
—Sí, este abad me tomó a su servicio y a los pocos días me echó injustamente tras una disputa que tuve con uno de sus criados. Salí de su casa con el corazón lleno de rabia y jurando vengarme… Y aunque la muerte me va a dejar impotente, me vengo, pues no conozco a Gilbert Head si permite que Robín continúe mucho tiempo privado de su herencia.
—No, no lo estará mucho tiempo —replicó Gilbert— o me moriré de pena. ¿Quienes son sus parientes por parte de madre? Les interesa que Robín sea reconocido conde de Inglaterra.
—Sir Guy de Gamwell—Hall es el padre de la condesa Laura.
—¡Cómo! ¿el viejo sir Guy de Gamwell—Hall, el mismo que vive al otro lado del bosque con sus siete hijos, los grandes cazadores de Sherwood?
—Sí, hermano.
—¡Pues bien! con su ayuda arrojaré del castillo de Huntingdon al señor abad, aunque le llamen el rico, el poderoso abad de Ramsay, barón de Broughton.
—Hermano, ¿moriré vengado? —preguntó Ritson abriendo apenas la boca.
—Te doy mi palabra, te lo juro.
La agonía de Ritson se prolongaba, y de vez en cuando acumulaba fuerzas para hacer alguna nueva confesión. Aún no había dicho todo; ¿era la vergüenza o es que la proximidad de la muerte oscurecía su memoria?
—¡Ah! —prosiguió tras un prolongado estertor— olvidaba una cosa importante… muy importante…
—¿Qué es?
—Quería matarles.
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