Ayer… el barón Fitz-Alwine me pagó por ello, y temiendo que no les encontrase envió tras ellos a esa gente, mis cómplices, a los que habéis golpeado esta tarde. No sé por qué quiere el barón la vida de esas dos personas… pero adviérteles de mi parte que se guarden mucho de acercarse al castillo de Nottingham.
Gilbert se estremeció al pensar que Allan y Robín habían partido hacia Nottingham, pero era demasiado tarde para avisarles del peligro.
Luego Ritson añadió retorciéndose de desesperación:
—¡Ah! ¡tú no conoces todos mis crímenes! ¡Tengo que confesar todo!… Gilbert Head, ¡tenías una hermana! ¿Te acuerdas?
—¡Oh! —exclamó Gilbert palideciendo y juntando convulsivamente sus manos— ¡que si me acuerdo! ¿Qué tienes que decirme de mi pobre hermana, perdida en el bosque, raptada por un «outlaw» o devorada por los lobos? ¡Anita, mi dulce Anita!
Ritson se estremeció con el frío de la muerte y dijo con una voz casi inaudible:
—Fui yo quien la mató. Se me resistía. La maté y la enterré entre el roble y el haya que hay en el ángulo de la bifurcación de Mansfeldwoohaus. Al día siguiente, cuando cundió la alarma por su desaparición, no confesé mi crimen, incluso os ayudé en vuestras búsquedas, e hice creer que se la había llevado un «outlaw» o que la habían devorado los animales…
Gilbert ya no escuchaba a Ritson; dejaba correr las lágrimas apoyado en el borde de la ventana. Cuando volvió junto al lecho, Ritson había expirado.
Durante la larga agonía de Roland Ritson, nuestros tres viajeros hacia Nottingham, Allan, Robín y el monje de voraz apetito, de corazón esforzado y miembros vigorosos, caminaban con rapidez a través del inmenso bosque de Sherwood. Hablaban, reían y cantaban.
—Señor Allan —dijo de pronto Robín—, el sol señala ya el mediodía, y mi estómago ya no recuerda el desayuno de esta mañana. Si os parece, ganaremos la orilla de un arroyo que corre a unos pasos de aquí; llevo víveres en mi morral y comeremos descansando.
—Lo que propones rebosa buen juicio, hijo mío —contestó el monje—, y me adhiero con todo mi corazón; quería decir con todos mis dientes.
—No me opongo, querido Robín —dijo Allan—, pero permíteme hacerte notar que quiero llegar al castillo de Nottingham antes de que se ponga el sol sea como sea, y que si lo que propones nos lo va a impedir, prefiero continuar mi camino sin detenerme.
—Como deseéis, señor —respondió Robín—, donde vayáis iremos nosotros.
—¡Al arroyo! ¡Al arroyo! —gritó el monje—. Sólo estamos a tres millas de Nottingham y tenemos tiempo de llegar allí diez veces antes de que llegue la noche; una hora de descanso y una buena comida no nos lo impedirá.
Tranquilizado por las palabras del monje, Allan consintió en detenerse, y fueron a sentarse a la sombra de un gran roble al fondo de un delicioso valle, por el que corría un pequeño arroyo de aguas límpidas y transparentes, en cuyo lecho descansaban guijarros blancos y rosados y cuyas orillas estaban bordeadas por hierbas con flores.
Sentados sobre la hierba a la orilla del arroyo, los tres compañeros comieron a base de bien gracias a la previsión de la buena Margarita, y una enorme cantimplora de vino de Francia pasó tan a menudo de mano en mano, que la alegría de cada uno se manifestó notablemente y el tiempo consagrado a este alto se prolongó indefinidamente sin que se dieran cuenta de ello. Robín cantaba, sin descanso. Allan, transportado al séptimo cielo, describía pomposamente los encantos y las cualidades de lady Christabel. El monje parloteaba a tontas y a locas, y proclamaba a los cuatro vientos que se llamaba Gilles de Sherbowne, que pertenecía a una buena familia de campesinos, que prefería a la vida conventual la vida activa e independiente del guardabosque y que había comprado a buen precio al superior de su orden el derecho a obrar a su guisa y a manejar el bastón.
—Me han denominado el hermano Tuck —añadía— a causa de mi talento para el bastón y de mi costumbre de subirme el hábito hasta las rodillas. Soy bueno con los buenos y malo con los malos, doy la mano a mis amigos y un bastonazo a mis enemigos, canto baladas alegres y canciones de vino a quien le gusta reír y a quien le gusta beber, rezo con los devotos, entono el «Oremus» con los santurrones, y sé cuentos divertidos para los que detestan las homilías. ¡Éste es el hermano Tuck! ¿Y vos, señor Allan? Decidnos quién sois.
—Con gusto, si me dejáis hablar —contestó Allan.
El monje hizo una mueca de despecho y se tendió en la hierba como si fuera a dormir en lugar de escuchar la historia de Allan Clare.
—Soy de origen sajón —dijo este último—; mi padre era amigo íntimo del primer ministro de Enrique II, Tomás Becket, y esta amistad fue la causa de todos nuestros males, pues fue exiliado tras la muerte de este ministro.
Robín iba a imitar al monje, pues no estaba interesado en escuchar los elogios ostentosos que hacía el caballero de su familia y sus antepasados; pero cesó en su indiferencia en cuanto se pronunció el nombre de Mariana, y, con el corazón puesto en las orejas, escuchó. Cada vez que Allan dejaba de hablar de la hermosa Mariana, Robín encontraba la forma de volver a dirigir la conversación sobre ella; tuvo sin embargo que permitir al caballero hablar de sus amores y que se extasiase largamente respecto a los encantos de la noble Christabel, la hija del barón de Nottingham. El caballero, que se había vuelto muy comunicativo bajo la influencia del vino francés, habló a continuación de su odio al barón.
—Cuando los favores de la corte llovían sobre mi familia —dijo—, el barón de Nottingham veía nuestro amor con buenos ojos, y me llamaba hijo; en cuanto la fortuna nos fue adversa me cerró su puerta y juró que Christabel nunca sería mi esposa; por mi parte, yo juré hacer cambiar su voluntad y casarme con su hija, y desde entonces he luchado sin descanso por lograr mi objetivo, y creo haberlo conseguido… Esta tarde, sí, esta tarde, me concederá la mano de Christabel o su fanfarronería será castigada. Por casualidad descubrí un secreto que, de ser revelado, sería la causa de su ruina y su muerte, y se lo voy a decir a la cara: barón de Nottingham, te propongo un cambio: mi silencio a cambio de tu hija.
Allan habría proseguido aún largo tiempo, y Robín, en cuyo espíritu se establecían comparaciones entre Mariana y Christabel, no le habría interrumpido, a no ser porque el sol descendía en el horizonte.
—En marcha —dijo Allan.
—En marcha, hermano Tuck —añadió Robín.
Pero el hermano Tuck dormía tumbado sobre un costado.
Robín dejó al caballero el cuidado de despertar al monje.
Oyó un ruido infernal producido por gritos, juramentos y risas; el caballero y el monje se batían, o mejor, el monje volteaba su terrible bastón sobre la cabeza de Allan y éste paraba los golpes con su lanza y se reía a mandíbula batiente mientras que el benedictino vociferaba maldiciones.
—¡Hola! señores, ¿qué mosca os ha picado? —exclamó Robín.
—Si tu lanza pincha fuerte, mi bastón pega duro, arrogante caballero —decía el monje inflamado de cólera.
Allan reía mientras se guardaba de las acometidas del monje; sin embargo, al ver algunas gotas de sangre que caían por debajo del hábito del monje y enrojecían el césped, comprendió que la cólera de su adversario estaba más que justificada y pidió gracia inmediatamente. El monje interrumpió entonces sus molinetes gruñendo sordamente y manifestando todos los síntomas de un vivo dolor; llevando su mano detrás, a la parte baja del hábito, respondió al joven arquero, que preguntaba las causas de la disputa:
—Las causas están aquí, y es una vergüenza, un crimen, el turbar las devociones de un santo varón como yo hundiéndole una punta de lanza en un lugar en que no se encuentra hueso.
Allan había despertado al monje pinchándole bajo los riñones con la punta de su lanza; por supuesto, había querido reírse y no herir hasta hacer sangre al pobre Tuck; por eso pidió perdón, y, concluida la paz, el grupo reemprendió el camino de Nottingham. En menos de una hora alcanzaron la ciudad y subieron la colina en cuya cima se levantaba el castillo feudal.
—Me abrirán la puerta del castillo en cuanto pida hablar con el barón —dijo Allan—, ¿pero qué excusa daréis para seguirme vosotros, amigos míos?
—No os inquietéis por eso, señor —respondió el monje—. Hay en el castillo una joven de la que soy confesor, el padre espiritual; esta joven hace que suban el puente cada vez que quiere, y, gracias a su autoridad, puedo entrar en el castillo lo mismo de noche que de día; tened cuidado, caballero.
—Seré a la vez respetuoso y firme.
—¡Que Dios os ilumine!, pero ya hemos llegado ¡cuidado! —Y, con una voz estentórea, el monje gritó—: ¡Que la bendición de mi venerado patrón, el gran san Benito, os proporcione toda la suerte de venturas a ti y a los tuyos, maese Hubert Lindsay, guardián de las puertas del castillo de Nottingham! Déjanos entrar; acompaño a dos amigos: uno desea conversar con tu señor sobre cosas muy importantes; el otro necesita reponerse, descansar, y yo, si tú lo permites, daré a tu hija los consejos espirituales que reclama el estado de su alma.
—¿Cómo, sois vos, alegre y honrado Tuck, la perla de los monjes de la abadía de Linton? —respondieron desde el interior con cordialidad—. Sed bienvenidos vos y vuestros amigos, mi querido «gentleman».
Inmediatamente bajó el puente levadizo y los viajeros penetraron en el castillo.
—El barón ya se ha retirado a sus aposentos —contestó maese Hubert Lindsay, el encargado de las llaves, a Allan, el cual quería ser conducido sin demora junto al barón—, y si lo que tenéis que decir a milord no es cosa de paz, os aconsejaría retrasar esta entrevista hasta mañana, pues el barón está poseído esta tarde de una violenta cólera.
—¿Está enfermo? —preguntó el monje.
—Tiene su gota en un hombro y sufre como un condenado.
—Sus furores no me inquietan —dijo Allan—, quiero verle inmediatamente.
—Como deseéis, señor. ¡Eh! Tristán —gritó el guardián a un criado que cruzaba el patio—, dime cómo va el humor de Su Señoría.
—Sigue igual: grita y ruge como un tigre.
Tristán prosiguió su camino seguido por Allan, mientras que el anciano portero decía riendo:
—El pobre Tristán sube la escalera de la habitación del barón con la misma alegría que si se tratara de la de un cadalso. ¡Por la santa misa! su corazón debe tocar retirada. Pero pierdo aquí mi tiempo, amigos, y debo pasar revista a los centinelas situados en las murallas. Hermano Tuck, encontrarás a mi hija en el «office», ve allí, y, si Dios quiere, me uniré a vosotros antes de una hora.
—Muchas gracias —dijo el monje.
Y, seguido de Robín, se metió por un laberinto de corredores, galerías y escaleras en las que Robín se hubiese extraviado mil veces. El hermano Tuck, bien al contrario, conocía al detalle los lugares: la abadía de Linton no le era más familiar que el castillo de Nottingham, y con la suficiencia y el aplomo de un hombre satisfecho de sí mismo y orgulloso de ciertos derechos adquiridos desde hacía mucho tiempo, llamó a la puerta del «office».
—Entrad —dijo una voz juvenil y fresca.
Entraron, y, al ver al imponente monje, una preciosa niña de dieciséis o diecisiete años, en lugar de asustarse, se adelantó vivamente hacia ellos y les acogió con una sonrisa simpática y amistosa.
"¡Vaya, vaya!, —pensó Robín—, así que ésta es la ingenua penitente del santo monje. ¡Por mi fe! esta hermosa muchacha con los ojos chispeantes de alegría y los labios rojos y sonrientes, es la cristiana más bonita que yo haya visto nunca!".
Maude trataba al hermano Tuck mucho más como enamorado que como director espiritual; confesemos también que las actitudes del hermano eran bastante poco canónicas.
Robín se fijó en esto, y mientras hacían honor a los refrescos y a los víveres con que Maude había llenado la mesa, insinuó con aire cándido que el monje no era lo más parecido a un confesor temido y respetado.
—Un poco de afecto e intimidad entre parientes no es reprochable —dijo el monje.
—¡Ah! ¿sois parientes? Lo ignoraba.
—En grado muy próximo, joven amigo, muy próximo y muy poco prohibido, es decir, mi padre era hijo de uno de los sobrinos del primo de la tía abuela de Maude.
—¡Oh! un parentesco perfectamente establecido.
Maude enrojecía durante este diálogo y parecía implorar la misericordia de Robín. Las botellas se vaciaron, el cuarto retumbó con el entrechocar de los vasos, con el ruido de las risas y con el murmullo de algunos besos robados a Maude.
En el momento en que la velada estaba más animada, la puerta del «office» se abrió bruscamente y un sargento, acompañado por diez soldados, apareció en el umbral.
El sargento saludó cortésmente a la muchacha, y, lanzando una severa mirada a los convidados, dijo:
—¿Sois los compañeros del forastero que ha venido a visitar a nuestro señor, lord Fitz-Alwine, barón de Nottingham?
—Sí, —respondió Robín despreocupadamente.
—¿Qué más? —preguntó el hermano Tuck audazmente.
—Seguidme ambos a los aposentos de milord.
—¿Para qué? —volvió a preguntar Tuck.
—Lo ignoro; tengo órdenes, obedeced.
Robín y Tuck obedecieron, dejando muy a pesar suyo a la preciosa Maude sola y triste en el «office».
Tras haber atravesado interminables galerías y una sala de armas, el soldado llegó ante una gran puerta de roble sólidamente cerrada y dio tres fuertes golpes en ella.
—Entrad —gritaron bruscamente.
—Seguidme de cerca —dijo el sargento a Robín y a Tuck.
—Entrad de una vez, bellacos, bandidos, carne de horca; entrad —repetía con voz de trueno el viejo barón—. Entrad, Simón.
El sargento abrió por fin la puerta.
—¡Ah! ¡Aquí estáis, bribones! ¿En qué has estado perdiendo el tiempo desde que te envié en su busca? —dijo el barón lanzando miradas fulminantes sobre el jefe de la pequeña tropa.
—Si place a Vuestra Señoría, yo…
—¡Mientes, perro! ¿Cómo osas excusarte después de haberme hecho esperar durante tres horas?
—¿Tres horas? Milord se confunde, apenas hace cinco minutos que me dio la orden de conducir aquí a esta gente.
—¡Insolente esclavo! Se atreve a desmentirme. ¡Silencio, bribón! Ya he oído bastante.
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