Salid de aquí!
El sargento ordenó media vuelta a sus hombres.
—¡Esperad!
El sargento ordenó alto.
—No, ¡marchaos, marchaos!
El sargento volvió a indicar la marcha.
—¿Y dónde vais así, miserables?
El sargento ordenó alto por segunda vez.
—¡Os digo que salgáis de una vez, perros plomizos, milicia de caracoles, salid!
Esta vez la patrulla salió por la puerta, y aún rugía el viejo barón cuando estaban llegando a su puesto.
Robín había seguido atentamente las diversas fases de esta interesante conversación entre Fitz-Alwine y el sargento; estaba aturdido y miraba al fogoso y extraño señor del castillo de Nottingham con ojos más asombrados que espantados.
Aproximadamente cincuenta años, estatura media, ojos pequeños y vivos, nariz aguileña, largos bigotes y espesas cejas, los rasgos enérgicos, la cara colorada e inyectada en sangre y una extraña expresión de salvajismo en todas sus maneras, éste es su retrato; llevaba una armadura desconchada y un ancho sobretodo de tela blanca sobre el que destacaba la cruz roja de los paladines de Tierra Santa. En esta naturaleza eminentemente inflamable, vitriólica por así decirlo, la menor contrariedad provocaba terribles explosiones; una mirada, una palabra, un gesto que le desagradaba, le convertían en un enemigo implacable que no pensaba ya más que en venganza, venganza a muerte.
El tono del interrogatorio que iban a sufrir nuestros dos amigos anunciaba nuevas tempestades. De forma sardónica y con cruel ironía, el barón exclamó:
—¡Adelante, joven lobo de Sherwood, y tú también, monje vagabundo, gusano de convento, ven aquí! Ya me contaréis, espero, sin engaños, por qué os habéis atrevido a entrar en mi castillo y qué plan de bandoleros ha hecho que dejéis la leña uno y la palmatoria el otro. Hablad con franqueza, pues de lo contrario conozco un maravilloso procedimiento para arrancar las palabras del gaznate de los mudos, y, ¡por San Juan de Acre!, este procedimiento lo emplearé en vuestro pellejo de blasfemos.
Robín lanzó una mirada de desprecio sobre el barón y no se dignó responderle: el monje guardó el mismo silencio y apretó convulsivamente entre sus manos el valiente bastón, la noble rama de cornejo que ya conocéis y sobre la que siempre se apoyaba, lo mismo al andar que estando parado, para adoptar un cierto aspecto venerable.
—¡Ah! no respondéis; ¿os enfurruñáis, caballeros, y no puedo saber a qué motivo debo el honor de vuestra visita? ¡Sabed, señores, que os completáis a la perfección: un bastardo «outlaw» y un mugriento mendigo!
—Mientes, barón —respondió Robín—, yo no soy el bastardo de un proscrito y el monje no es un mendigo mugriento; ¡mientes!
—¡Vaya! el perro de los bosques se atreve a desafiarme, a insultarme —gritó el barón estallando de cólera—. ¡Hola! ¡Puesto que tiene las orejas tan largas le clavarán de ellas en la puerta principal del castillo y le darán cien azotes!
Robín, pálido de indignación, pero conservando la sangre fría, permanecía mudo y miraba fijamente al terrible Fitz-Alwine mientras que tomaba una flecha de su carcaj. El barón se estremeció, pero no pareció comprender la intención del joven. Pasado un instante de silencio, continuó en tono menos violento.
—La juventud mueve mi misericordia, y, a pesar de tu impertinencia, no te haré arrojar inmediatamente a un calabozo, pero es preciso que contestes a mis preguntas, y al responder debes recordar que si te dejo vivir es por bondad de alma.
—No estoy en vuestro poder tan absolutamente como creéis, noble señor —respondió Robín con desdeñosa sangre fría—, y la prueba de ello es que no contestaré a vuestras preguntas.
Acostumbrado a una obediencia pasiva y absoluta por parte de sus servidores y de los seres más débiles que él, el barón, estupefacto, se quedó con la boca abierta; después, los tumultuosos pensamientos que se agitaban en su cerebro se transformaron en palabras incoherentes y en invectivas.
—¡Oh, oh! —dijo con risa estridente—, ¡oh! ¿No estás en mi poder, osezno mal lamido? ¿Quieres guardar silencio, mestizo de mono, hijo de bruja? Con un gesto, con una mirada, con una señal, puedo mandarte al infierno. Espera, espera, voy a estrangularte con mi cinturón.
Robín, siempre impasible, había tensado su arco y tenía preparada una flecha para el barón, pero Tuck intervino diciendo con voz insinuante:
—¿Su Señoría no ejecutará sus amenazas, espero?
Las palabras del monje operaron un cambio; Fitz-Alwine se volvió hacia él como un lobo rabioso hacia una nueva presa.
Robín lanzó una carcajada.
El barón, exasperado, cogió un misal y lo arrojó a la cabeza del monje con tal fuerza que el pobre Tuck, golpeado violentamente, vaciló aturdido; pero inmediatamente se rehízo, y, como no era hombre que recibiera tales regalos sin testimoniar prestamente su agradecimiento, blandió su terrible bastón y asestó un violento golpe sobre el hombro afectado de gota de Fitz-Alwine.
El noble lord saltó, rugió, mugió como el toro de un circo que acaba de recibir su primera herida, y alargó el brazo para descolgar de la pared su enorme espada de cruzado, pero Tuck no le dio tiempo; conservando la iniciativa administró un vigoroso correctivo al muy alto, muy noble y muy poderoso señor de Nottingham, el cual, a pesar de su armadura y de sus debilidades de gotoso, corría como un gamo por la habitación para escapar a los golpes del terrible bastón.
Varios minutos llevaba pidiendo socorro el barón cuando el sargento que había detenido a Tuck y a Robín abrió la puerta a medias y, con la cabeza entre las dos hojas, preguntó flemáticamente si le necesitaban.
Tan ágil como a los veinte años, el barón dio un salto desde el rincón de la alcoba al que le había llevado el bastón de Tuck hasta el umbral de la puerta que el sargento no se atrevía a trasponer sin que se lo ordenaran, ni siquiera para ayudar a su señor.
Pobre sargento; merecía ser acogido como un salvador, como un ángel guardián, y la cólera del señor, impotente contra el monje, se cebó en él en forma de patadas y puñetazos.
Finalmente, cansado de golpear a este ser inofensivo que no se atrevía a moverse, pues en esta época toda persona noble era sanamente inviolable para un vasallo, el barón recuperó el aliento y ordenó al sargento que detuviera a Robín y al monje y que les arrojara a un calabozo.
El sargento, liberado de las garras de su señor, partió como un rayo gritando: "¡A las armas! ¡A las armas!". Y volvió rápidamente acompañado por una docena de soldados.
A la vista de estos refuerzos, el monje cogió de la mesa un crucifijo de marfil, se colocó ante Robín, que quería disparar unas flechas, y gritó:
—En nombre de la santísima Virgen, en nombre de su Hijo, muerto por vosotros, os ordeno dejarme pasar. Desdicha y excomunión a quien se atreva a impedirlo.
Estas palabras, pronunciadas con voz de trueno, petrificaron a los soldados, y el monje salió de la habitación sin la menor oposición. Robín iba a seguir a su amigo cuando, a una señal del barón, los soldados se abalanzaron sobre el joven, le arrebataron su arco y sus flechas y le empujaron hacia el interior del aposento.
Agotado y baldado por los golpes, el barón se había dejado caer en un sillón.
—Vamos a ver ahora —dijo cuando, tras muchos esfuerzos, pudo hablar de nuevo—, vamos a ver. ¿Acompañaste a Allan Clare? —preguntó con tranquila ironía—. ¿Puedes decirme por qué razón se ha presentado en mi casa?
—Acompañé al señor Allan Clare hasta aquí, pero ignoro la causa por la que ha venido.
—¡Mientes!
Robín sonrió con infinito desprecio, y la afectada tranquilidad del lord dio paso a una violenta explosión de cólera; pero cuanto más se desataba su cólera, más sonreía Robín.
Fitz-Alwine, exasperado, pero concentrando su furor, abandonó su sillón y cogió su enorme espada. Un asesinato iba a ser cometido cuando se abrió la puerta dejando paso a dos hombres. Estaban ensangrentados y apenas podían andar. Sus ropas estaban desgarradas y llenas de barro; parecían salir de un combate en el que no habían logrado la victoria. Al ver a Robín lanzaron al unísono un grito de sorpresa, y Robín, no menos asombrado, reconoció a los supervivientes del grupo de bandidos que la noche anterior había atacado la casa de Gilbert Head. La cólera del barón llegó a su paroxismo cuando contaron las desdichas de aquella noche y señalaron a Robín como uno de los más terribles adversarios; no esperó a oír el final del relato para gritar con rabia:
—¡Llevaos a este miserable y arrojadle a un calabozo! Le dejaréis allí hasta que confiese lo que sabe sobre Allan Clare y nos pida perdón de rodillas por sus insolencias… y hasta entonces, ni pan ni agua, que muera de hambre.
—Adiós, barón Fitz-Alwine —replicó Robín—. Si no voy a salir de mi calabozo hasta que no cumpla esas dos condiciones, no nos volveremos a ver. Hasta nunca, pues.
Los soldados le empujaban para apresurar su salida de la habitación; se puso a cantar a pleno pulmón, y su voz fresca y argentina seguía resonando bajo las tenebrosas galerías del castillo cuando la puerta de la prisión se cerró tras él.
VI
La celda era estrecha y tenía tres aberturas: la puerta, una pequeña claraboya por encima y, enfrente, otra claraboya más grande; esta última, a diez pies sobre el suelo, tenía gruesos barrotes; el mobiliario se componía de una mesa, un banco y un jergón de paja.
"Evidentemente —se decía Robín—, el barón no es tan cruel como injusto, pues me deja libres las manos y los pies; aprovechémoslo y veamos qué hay ahí arriba".
Y, colocando el banco sobre la mesa, Robín trepó hasta la claraboya con ayuda del banco, puesto de pie a lo largo de la pared. ¡Oh felicidad! su mano acaba de tocar uno de los barrotes y se ha dado cuenta de que en lugar de ser de hierro, los barrotes son de roble, de roble medio podrido. Los mueve con facilidad, también podrá romperlos fácilmente, y aunque se resistiesen, están lo suficientemente espaciados como para que su cabeza pase entre ellos, y ya se sabe que por donde pasa la cabeza también pasa el cuerpo.
Robín se puso a cantar una de sus más alegres baladas, y entre dos canciones oyó los pasos de un centinela alejarse, volver nuevamente con precaución, alejarse otra vez y volver de nuevo. Estas idas y venidas duraron un buen cuarto de hora.
"Si el mozo prosigue su paseo durante toda la noche —pensaba Robín—, corro el riesgo de seguir aquí al despuntar el día. No podré escapar sin que me oiga".
Desde hacía unos instantes un profundo silencio reinaba en la galería, y el paseante parecía haber renunciado a su vigilancia; pero Robín, que en su calidad de astuto cazador conocía todas las fintas, juzgó que en esta circunstancia era más prudente tener el testimonio de los ojos que el de los oídos, y se decidió a utilizar la mirilla de su calabozo.
Y no fue en vano, pues en lugar de un espía el joven vio dos, dos y escuchando, nariz con nariz, pegados a la puerta.
En aquel mismo instante, la linda Maude, con un candelabro en una mano y algunos objetos en la otra, aparecía en un extremo de la galería y lanzaba un grito de sorpresa al ver la cabeza de Robín por encima del par de carceleros.
Tras unas palabras con éstos, entró radiante en el calabozo, dejó víveres y bebidas en la mesa y exigió que la dejasen sola con el prisionero a fin de poder intercambiar con él algunas palabras.
—¡Y bien, joven guardabosque —dijo la hermosa muchacha en cuanto se cerró la puerta—, en buena situación estáis!
—Sed mi compañera de cautiverio, encantadora Maude, y no echaré de menos mi libertad —dijo Robín abrazándola.
—No seáis tan audaz, señor —exclamó la joven liberándose del abrazo de Robín—; no actuáis como un caballero galante.
—Perdón, sois tan bella que… Pero hablemos seriamente; sentaos y dadme vuestras manos; gracias. Decidme ahora si sabéis lo que le ha ocurrido a Allan Clare, mi compañero de viaje, el que entró en el castillo conmigo y vuestro tío Tuck.
—¡Ay! está en un calabozo aún más sombrío y más terrible que éste; se atrevió a decir a Su Señoría: "Infame bribón, me casaré con lady Christabel a pesar tuyo". En el momento en que vuestro imprudente amigo pronunciaba estas palabras, entré en la habitación del barón con mi joven señora. Al ver a milady, sir Allan Clare se olvidó de todo hasta el punto de abalanzarse sobre ella, tomarla en sus brazos y besarla exclamando: "¡Christabel, mi querida y bienamada Christabel!". Milady perdió el conocimiento y yo la aparté de la presencia de mi señor. Por orden de mi joven señora, me informé de lo que ocurría con el señor Allan, como os he dicho, está prisionero. Gilles, el alegre monje, me informó de vuestra suerte, y vine para…
—Para ayudarme a huir, ¿no es cierto, querida Maude? Gracias, gracias, sí, pronto seré libre; si Dios me protege, antes de una hora.
—¡Libre! ¿Pero cómo saldréis de aquí? Hay dos guardias en esta puerta.
—Quisiera que hubiese mil.
—¿Acaso sois brujo, hermoso forastero?
—No, pero he aprendido a trepar a los árboles como una ardilla y a saltar los fosos como una liebre.
El joven indicó con la mirada la claraboya, e, inclinándose al oído de la muchacha, acercándose tanto que al contacto de sus labios Maude enrojeció, dijo:
—Los barrotes no son de hierro.
Maude comprendió, y una sonrisa de alegría iluminó su rostro.
—Ahora debo saber dónde puedo encontrar al hermano Tuck —añadió Robín.
—En… el «office» —respondió Maude algo avergonzada—.
1 comment