Si milady necesita de su ayuda para liberar al señor Allan, se ha convenido que enviará a buscarle al «office».
—¿Qué camino debo seguir para llegar allí?
—Una vez fuera de aquí id hacia las murallas de la izquierda y seguidlas hasta que encontréis una puerta abierta. Esta puerta os conducirá a una escalera, la escalera a una galería y la galería a un corredor al cabo del cual está el «office». La puerta estará cerrada; si no oís ningún ruido dentro, entrad; si Tuck no está, es que milady le habrá llamado, escondeos en un armario y esperad mi llegada; nos ocuparemos de haceros salir del castillo.
—¡Mil gracias, mi preciosa Maude, nunca olvidaré vuestras bondades! —exclamó Robín alegremente.
Una hora más tarde, la luna en su cenit anunciaba a Robín que era hora de huir, y Robín, dominando los precipitados latidos de su corazón, improvisó una escalera con su banco y alcanzó sin esfuerzo los barrotes de la claraboya; uno de ellos, muy podrido, cedió a las pocas sacudidas dejándole sitio para pasar; se encaramó en el borde de la claraboya y miró con inquietud la distancia que le separaba del suelo; pareciéndole demasiado grande, pensó utilizar su cinturón atándole por un extremo al barrote más sólido.
Terminados estos preparativos, para los que no necesitó sino un minuto, se disponía a bajar cuando vio a pocos pasos de él a un soldado que le daba la espalda y que, apoyado en su pica, contemplaba las profundidades del valle.
—¡Hola! —se dijo—. Iba a caer en la boca del lobo. ¡Cuidado!
Felizmente, una nube se cruzó entre la luna y el castillo, y la terraza quedó en la oscuridad mientras que el valle resplandecía de luz. El soldado, quizá hijo de este valle, lo contemplaba inmóvil.
—Vamos, ¡con ayuda de Dios, —murmuró Robín, que después de persignarse fervorosamente, se dejó deslizar a lo largo de la muralla agarrándose al cinturón.
Desgraciadamente el cinturón era demasiado corto, y, al llegar a su fin, notó que sus pies estaban aún alejados del suelo, y temió despertar la atención del vigilante cayendo con demasiado ruido.
¿Qué hacer? ¿Volver a subir a la prisión? Los barrotes que servían de punto de apoyo podían no aguantar los esfuerzos de una ascensión; más valía arriesgarse hasta el final. Así, confiado en la providencia y procurando ser lo más ligero posible, el joven se abandonó a su propio peso.
Un horroroso estrépito, algo así como el retumbar de una tapadera al golpear en un respiradero de bodega, fue el ruido que turbó los ensueños del centinela en el momento en que nuestro héroe tocaba tierra.
El centinela lanzó un grito de alarma y avanzó con la pica en ristre hacia el lugar en el que había sonado el ruido insólito; pero no vio nada, no oyó nada, y sin preocuparse más por las causas de tal estrépito, volvió a su puesto y se puso nuevamente a contemplar su querido valle.
Robín, al no notarse herido, aprovechó la sorpresa del vigilante para ganar terreno sin preocuparse él tampoco por las causas del escándalo; sin embargo, acababa de correr un gran peligro. Los subterráneos del castillo asomaban directamente bajo la ventana de su calabozo, y la trampa de ese respiradero no estaba cerrada; el azar quiso que la golpeara con el pie al caer, evitando así el desaparecer para siempre en las profundidades del subterráneo.
Como le había dicho la joven, encontró una puerta abierta a su izquierda, y tras haberla franqueado subió por una escalera, siguió una galería y luego un inmenso corredor.
Llegado a la bifurcación de las dos galerías, nuestro héroe, rodeado de una profunda oscuridad, tanteaba el suelo con el pie y palpaba la muralla a fin de no desviarse, cuando oyó a alguien preguntar en voz baja:
—¿Quién está ahí? ¿Qué hacéis ahí?
Robín se pegó al muro y contuvo la respiración. Detenido igualmente, el desconocido tanteaba ligeramente las baldosas con la punta de su espada e intentaba orientarse respecto al ruido que hizo Robín al acercarse…
—Sin duda ha sido una puerta que ha crujido —se dijo el paseante nocturno; luego, prosiguió su camino.
Pensando con razón que, precedido por un guía, le sería más fácil salir del laberinto por el que erraba desde hacía un cuarto de hora, Robín siguió al extraño a una distancia prudente.
Pronto, este último abrió una puerta y desapareció.
La puerta conducía a la capilla.
Robín apresuró el paso, se deslizó tras el desconocido y se colocó sin ruido tras uno de los pilares del santo lugar.
Los rayos de la luna inundaban la capilla con sus blancas claridades, y una mujer con velo oraba arrodillada ante una tumba; el extraño, revestido con el hábito de los monjes, paseaba sus inquietas miradas por todo el edificio; de repente, al ver a la mujer, se estremeció, contuvo una exclamación, un grito de dicha que se le escapaba, atravesó la nave y se acercó a ella con las manos juntas. Al ruido de los pasos del desconocido la mujer levantó la cabeza y le miró, agitada por el temor o temblorosa por la esperanza.
—¡Christabel! —murmuró dulcemente el monje.
La joven se levantó, un profundo rubor invadió sus mejillas, y, echándose en los brazos tendidos del joven, exclamó con inexpresable alegría:
—¡Allan! ¡Allan! ¡Mi querido Allan!
VII
Cansada de vagar ante la casa, Mariana, abandonada a sí misma, sintió deseos de reunirse con su hermano; Lance dormía echado en el umbral de la puerta; le llamó, le acarició con su blanca mano y se marchó con él sin advertir a Gilbert.
Durante largo tiempo anduvo la joven reflexionando y pensando en el porvenir de su hermano; luego se sentó al pie de un árbol. Lance, el fiel animal, se había tumbado junto a ella, y, con el hocico levantado, fijaba en ella sus dos grandes ojos redondos en los que brillaba la inteligencia.
El sol no iluminaba ya más que la copa de los altos árboles y el crepúsculo oscurecía las colinas. Lance se levantó y lanzó quejidos moviendo la cola.
Mariana, arrancada de sus ensueños por esta advertencia, se arrepintió de haber permanecido tanto tiempo en el bosque; pero los alegres correteos del animal al levantarse ella la tranquilizaron, y emprendió el camino de regreso esperando aún el pronto retorno de Allan.
Repentinamente, Lance se detuvo; se tensó sobre sus patas, estiró el cuello y el lomo, levantó las orejas, arrugó el hocico, olfateó el aire, rastreó el camino y se puso a ladrar con rabia.
Mariana temblorosa, quedó clavada donde estaba e intentó percibir algún indicio de la causa de los ladridos del can.
"A lo mejor es que se acerca Allan", pensó la joven escuchando.
En torno suyo todo estaba silencioso. Incluso el perro cesó en sus ladridos; Mariana dejó de temblar. Pero justo cuando, riéndose de sus temores, iba a continuar su camino, un sonido de pasos precipitados se oyó en la maleza, y los ladridos de Lance volvieron a elevarse con más furia y rabia que antes.
El miedo a caer en manos de un «outlaw» dio alas a la muchacha, y echó a correr por el sendero; pronto tuvo que detenerse desfallecida, y a punto estuvo de desvanecerse al oír gritar a un hombre con voz ruda e imperiosa:
—¡Llamad a vuestro perro!
Lance, que había quedado atrás para proteger la huida de Mariana, acababa de saltar a la garganta del individuo que la perseguía.
—¡Llamad a vuestro perro! —gritó nuevamente el extraño—. No tengo intención de haceros daño.
—¿Cómo sé que decís la verdad? —respondió Mariana en tono firme.
—Hace mucho que os podría haber clavado una flecha en el corazón si fuera un malhechor; ¡os repito que llaméis a vuestro perro!
Los colmillos de Lance ya habían desgarrado sus ropas y buscaban su carne.
A la primera voz de Mariana el perro soltó su presa y se colocó junto a ella, sin perder de vista al desconocido y mostrándole sus dientes.
El individuo era un «outlaw», uno de esos proscritos sin Dios ni ley que roban y asaltan a los guardabosques menos valerosos que Gilbert y asesinan a los viajeros indefensos. Este miserable, en cuyo rostro se reflejaba el crimen, estaba vestido con un jubón y unos calzones de piel de cabra; un ancho sombrero, sucio y sobado, tapaba a medias su larga cabellera, que caía desordenadamente sobre sus hombros. La espuma que había salido de la boca del perro blanqueaba su espesa barba; de su costado pendía una daga, en una mano tenía el arco y en la otra las flechas.
A pesar de su espanto, Mariana simulaba una gran sangre fría.
—No os aproximéis —dijo la joven mirándole imperiosamente.
—De verdad, hermosa muchacha —dijo el bandido tras un momento de silencio—, de verdad que admiro vuestro valor y la audacia de vuestras palabras, pero esta admiración no hará cambiar mis planes; sé quién sois, sé que llegasteis ayer a casa de Gilbert
Head, el guardabosque, en compañía de vuestro hermano Allan, y que esta mañana vuestro hermano Allan partió hacia Nottingham; sé todo eso tan bien como vos; pero también sé, y vos no lo sabéis, que las puertas del castillo de Fitz-Alwine se abrieron para dejar paso al señor Allan, pero que no se volverán a abrir para que salga.
—¿Qué decís? —exclamó Mariana dominada de nuevo por el terror.
—Digo que el señor Allan Clare está prisionero del barón de Nottingham.
—¡Dios mío! —murmuró con dolor la joven.
—Y no lo lamento.
—Pero, ¿cómo os habéis enterado de que mi hermano estaba preso?
—¡Al diablo las preguntas, preciosa!
Y dio un paso hacia Mariana, quien retrocedió inmediatamente gritando:
—¡A él, Lance, a él!
El valiente animal no esperaba más que esta orden para saltar a la garganta del proscrito; pero éste, sin duda acostumbrado a tales luchas, cogió las dos patas delanteras del perro y, con fuerza irresistible, lo arrojó a veinte pasos; el perro, sin amedrentarse, volvió a la carga, y con una hábil finta, atacó de lado en lugar de atacar frontalmente, mordió en los pelos que salían por debajo del sombrero del bandido, y clavó tan profundamente sus dientes que la oreja entera se arrancó y se le quedó en la boca.
Un río de sangre inundó al herido, que se apoyó en un árbol lanzando espantosos rugidos y blasfemando de Dios, y Lance, contrariado por no haber podido meter el diente en algún sitio resistente, volvió a saltar.
Pero este tercer ataque debía resultarle fatal; su adversario, aunque agotado por la pérdida de sangre, le asestó un golpe tan violento sobre el cráneo con el plano de su daga, que rodó inerte a los pies de Mariana.
—¡Ahora nosotros dos! —gritó el bandido tras haber observado con satisfacción la caída de Lance—. ¡Nosotros dos, preciosa!… ¡Infierno y condenación! —rugió paseando su mirada por los alrededores—. ¡Se ha ido! ¡Se ha salvado! ¡Ah! ¡Por todos los diablos que no escapará!
Y se lanzó en persecución de Mariana. La pobre muchacha corrió durante largo tiempo sin saber si el sendero que había tomado la conduciría a la casa de Gilbert Head. Desgraciadamente, la luna, la misma luna que aquel preciso momento iluminaba la fuga de Robín, iluminó la escapada de Mariana; su vestido blanco la traicionó.
—¡Por fin! —exclamó el bandido—, ¡ya la tengo!
Mariana oyó estas horribles palabras: ¡Ya la tengo! y más ágil que un gamo, más rápida que una flecha, voló, voló, voló; pero pronto, agotada, desfallecida, sólo tuvo fuerzas para gritar por última vez:
—¡Allan! ¡Allan! ¡Robín! ¡Socorro! ¡Socorro!
Cayó desvanecida.
Guiado por el blanco vestido, el «outlaw» había apresurado su carrera aún más, y ya se inclinaba y extendía los brazos para agarrar su presa, cuando un hombre, un guarda que se encontraba emboscado velando por la conservación del coto real, intervino gritando:
—¡Hola! ¡Miserable bellaco! ¡No toques a esa mujer o eres hombre muerto! ¡Deténte o te atravieso!
El bandido retrocedió, pues el hierro de la pica del guardabosque tocaba ya sus calzones.
—¡Tira las flechas! ¡Tira el arco! ¡También la daga!
El bandido arrojó sus armas al suelo.
—Muy bien, ahora date la vuelta y lárgate rápido o te agujereo a flechazos.
Había que obedecer; sin armas, no hay resistencia posible. El proscrito se alejó vomitando torrentes de blasfemias y maldiciones, y jurando vengarse tarde o temprano. El guardabosque se aplicó a reanimar a la pobre Mariana, que yacía inmóvil en la hierba como una blanca estatua de mármol caída de su pedestal; la luna, alumbrando su pálido rostro, aumentaba la ilusión.
La joven fue trasladada a la orilla de un arroyo que corría no lejos de allí; algunas gotas de agua sobre sus sienes y su frente la reanimaron, y, abriendo los ojos, como si saliese de un largo sueño, exclamó:
—¿Dónde estoy?
—En el bosque de Sherwood —respondió con sencillez el guardabosque.
Al oír esta voz que le era desconocida, Mariana quiso levantarse y huir de nuevo, pero le faltaron las fuerzas; juntó las manos y dijo con voz suplicante:
—¡No me hagáis daño, tened piedad de mí!
—Tranquilizaos, señorita, el miserable que se atrevió a atacaros está muy lejos de nosotros, y si lo intentara de nuevo tendría que vérselas conmigo antes de tocar un pliegue de vuestro vestido.
Mariana, temblando, lanzaba miradas espantadas en torno a ella; sin embargo la voz que oía parecía amistosa.
—Señorita, ¿queréis que os conduzca a mi «hall»? Seréis bien acogida, os lo juro. Allí hay muchachas que os atenderán y os consolarán, jóvenes fuertes y vigorosos que os defenderán y un anciano para serviros de padre. Venid.
Había tanta cordialidad y franqueza en estos ofrecimientos que Mariana se levantó instintivamente y siguió al honrado guardabosque sin decir una palabra.
El aire fresco y la marcha hicieron pronto que volviera a ella la inteligencia y la sangre fría; estudió atentamente el aspecto de su guía, y, como si un secreto presentimiento la advirtiese de que el desconocido era amigo de Gilbert Head, dijo:
—¿Dónde vamos, señor? ¿Conduce este camino a la casa de Gilbert Head?
—¡Cómo! ¿Conocéis a Gilbert Head? ¿Acaso sois su hija? ¿Habrá guardado silencio respecto a la posesión de tan maravilloso tesoro?
—Estáis en un error, señor; no soy la hija de Gilbert Head sino su amiga, su huésped desde ayer.
—Es imposible ir esta noche a casa de Gilbert; está demasiado alejada de aquí; pero el «hall» de mi tío está a dos pasos; estaréis a salvo, y para que vuestros anfitriones no se inquieten iré a llevarles noticias vuestras.
—Mil gracias, señor; acepto vuestro ofrecimiento, pues me muero de fatiga.
—Apoyaos en el brazo de Pequeño Juan, el cual os llevaría si fuera preciso y sin cansarse más de lo que se cansa la rama de árbol que sostiene una tórtola.
—Pequeño Juan, Pequeño Juan —murmuró extrañada la joven mientras levantaba la cabeza para abarcar con la mirada la colosal estatura de su acompañante—. ¡Pequeño Juan!
—Sí, Pequeño Juan, apodado así porque tiene seis pies y seis pulgadas de alto, porque sus hombros son anchos, porque de un golpe mata a un buey, porque sus piernas hacen sin detenerse cuarenta millas inglesas, porque no hay bailarín, corredor, luchador ni cazador que pueda hacerle rendirse, y, en fin, porque sus seis primos, sus compañeros, los hijos de sir Guy de Gamwell, son todos más bajos que él; he ahí la razón, señorita, de que el que tiene el honor de daros su brazo sea llamado por todos los que le conocen Pequeño Juan.
Así, charlando y riendo, Mariana y su compañero se encaminaron hacia el «hall» de Gamwell; pronto llegaron a la linde del bosque, y, allí, un magnífico panorama apareció ante ellos.
—Allá abajo, a la derecha del pueblo y de la iglesia, ¿no veis —dijo Pequeño Juan a su acompañante— ese gran edificio cuyas ventanas, a medio abrir, dejan escapar vivas claridades? ¿Lo veis, miss? Pues bien, es el «hall» de Gamwell, la casa de mi tío. No hay lugar más confortable en todo el condado, ni en toda Inglaterra un rincón natural más maravilloso. ¿Qué os parece, miss?
Mariana aprobó con una sonrisa el entusiasmo del sobrino de sir Guy de Gamwell.
—Apresuremos el paso, miss —continuó éste—, el rocío de la noche es abundante y no quisiera veros temblar de frío cuando dejéis de temblar de miedo.
Muy pronto, una jauría de perros acogió ruidosamente a Pequeño Juan y a su acompañante. El joven moderó sus manifestaciones de alegría con rudas palabras de amistad y con algún bastonazo a los más turbulentos, y tras haber pasado ante grupos de servidores en cuyas caras se traslucía la extrañeza y que le saludaron respetuosamente, entró en la sala principal del «hall», justo cuando toda la familia se sentaba a la mesa para cenar.
—Mi buen tío —gritó el joven conduciendo de la mano a Mariana hacia un sillón en el que se sentaba el venerable sir Guy de Gamwell—, os pido hospitalidad para esta hermosa y noble señorita. Gracias a la providencia, de la que no he sido más que un indigno instrumento, acaba de escapar a la furia de un infame «outlaw».
Los seis primos de Pequeño Juan admiraban a Mariana con la boca abierta, mientras que las dos hijas de sir Guy se adelantaban con un apresuramiento lleno de gracia hacia la viajera.
—¡Bravo! —decía el patriarca del «hall»—.
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