(Rápido, para no dejarla hablar.) ¡La miseria, señor! Volvieron a ella, sin yo saberlo. Por las tonterías de ella. (Señalará a la MADRE) Apenas sabe escribir, ¡pero podía escribirme a través de la hija o de ese muchacho que estaban pasando necesidades!
LA MADRE. Dígame usted, señor, si yo hubiera podido adivinar que él tenía esos sentimientos.
EL PADRE. Justamente ése es tu error. ¡No haber adivinado nunca ninguno de mis sentimientos!
LA MADRE. Después de tantos años de alejamiento y de todo lo que había ocurrido…
EL PADRE. ¿Es culpa mía, entonces, si aquel buen hombre se los llevó? (Dirigiéndose al DIRECTOR) Ya le digo, fue de un día al otro… porque había encontrado en otro sitio un trabajo. No me fue posible seguirles el rastro, y entonces, por fuerza, se apagó mi interés, durante tantos años. El drama quema, señor, imprevisto y violento, a su regreso; además, que yo, lamentablemente, arrastrado por las limitaciones de la carne que todavía vive… ¡Ah! Miseria, de verdad que es miseria la de un hombre solo que nunca quiso ataduras que lo envilezcan. ¡No tan viejo como para prescindir de una mujer, pero tampoco tan joven como para ir fácilmente y sin vergüenza a la busca! ¿Miseria? Pero ¡qué digo! Es un horror, un horror porque ninguna mujer le dará amor. Y cuando se comprende esto, uno debería desistir… Bueno, señor, cualquiera se viste de dignidad frente a los demás, en lo exterior, pero dentro de sí sabe todo lo que hay de inconfesable en su intimidad. Se cae, se cae en la tentación, para luego erguirse rápidamente, quizá con un poco de prisa, para restituir entera y sólida, como una lápida sobre la tumba, nuestra dignidad, para ocultar y sepultar a nuestros propios ojos cualquier rastro y el recuerdo mismo de la vergüenza. ¡Y así somos todos! ¡Únicamente falta el coraje para decir estas cosas!
LA HIJASTRA. ¡Porque eso, de hacerlo, a fin de cuentas, lo hacen!
EL PADRE. ¡Todos lo hacen! ¡Pero a escondidas! ¡Y por eso se necesita coraje para decirlo! Porque basta con que uno sólo lo diga, y ya está hecho. ¡Le dirán que es un cínico! Y no es verdad, señor. Es como todos los demás. Incluso mejor. Es mejor porque no tiene miedo a descubrir, con la luz de la inteligencia, el rubor de la vergüenza. Descubrirla allí, en su humana bestialidad, frente a la que cierra siempre los ojos para no verla. La mujer, ahí está, la mujer, de hecho, ¿cómo es? Nos mira, insinuante, coqueta. Atrápela y, apenas la estreche en sus brazos, cerrará los ojos rápidamente. Es la señal de su rendición voluntaria. La señal con la que dice al hombre: «¡Enceguece, que yo ya estoy ciega!»
LA HIJASTRA. ¿Y cuando no los quiere cerrar más? ¿Cuándo no siente ya la necesidad de esconderse a sí misma, cerrando los ojos, el rubor de su vergüenza, y en cambio mira con los ojos áridos e impasibles el rubor del hombre que, incluso sin amor, ha enceguecido? ¡Qué asco me dan todas estas complicaciones intelectuales, esta filosofía que descubre la bestia y luego la salva y la justifica… ¡No puedo escucharlo más, señor! Porque cuando se reduce la vida a una «simplificación» así, bestial, dejando a un lado el compromiso «humano» de cada aspiración pura, de cada sentimiento puro, de ideales y deberes, del pudor y la vergüenza, nada es más repugnante y despreciable que ciertos remordimientos. ¡Lágrimas de cocodrilo!
EL DIRECTOR. ¡Vayamos al hecho! ¡Vayamos al hecho, señores! ¡Esto no son más que rodeos!
EL PADRE. ¡De acuerdo, señor! Pero recuerdo que un hecho es como un saco: si está vacío no se sostiene. Para que se mantenga en pie, primero es necesario que entren las razones y los sentimientos que lo han determinado.
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