Este punto de vista está fundado en la presunción de que la persona que no cree en una vida futura no tiene ningún valor como tal persona; proposición que muestra una gran ignorancia de la historia en aquellos que la admiten (ya que es históricamente cierto que en todas las épocas una gran cantidad de infieles han sido gentes de un honor y de una integridad notables); y, para sostener esta proposición, sería necesario pasar por alto las innumerables personas, de gran reputación por sus virtudes y talento, que son bien conocidas, al menos por sus amigos íntimos, como personas que no creen en nada. Esta regla, por otra parte, se destruye a sí misma: con el pretexto de que los ateos son gentes que no dicen la verdad, admite el testimonio de todos los ateos que mienten y rechaza solamente a los que tienen la valentía de confesar en público que detestan un determinado credo, antes que afirmar una mentira. Tan absurda es esta regla, si se considera el fin que se propone, que no puede ser mantenida más que como garantía de odio, como un resto de persecución; y no teniendo tal persecución ningún motivo para producirse, quedará patente y demostrado que no es merecida. Esta regla y la teoría que implica no son menos insultantes para los creyentes que para los infieles; pues si todo aquel que no cree en una vida futura es necesariamente un engañador, la consecuencia que se saca, es que los que creen en ella sólo dejan de mentir, si es que dejan de hacerlo por miedo al infierno. Nosotros no tenemos intención de hacer a los autores y partidarios de esta regla la injuria de suponer que la idea que ellos se han formado de la virtud cristiana procede de su propia conciencia.

En realidad, todo esto no es más que jirones y restos de persecución, que pueden ser considerados, no como una señal evidente de deseo de perseguir, sino más bien como un ejemplo de esa enfermedad frecuentísima entre los ingleses, que les hace gozar de un placer absurdo al afirmar un principio moralmente malo, cuando ellos no lo son lo suficiente como para desear realmente su puesta en práctica. Pero, por desgracia, no podemos estar seguros, según el estado actual de la opinión pública, de que continúe esta suspensión de las más odiosas formas de persecución legal; suspensión de la que hemos disfrutado por espacio de una generación. En nuestro siglo, la superficie tranquila de la rutina se encuentra a menudo turbada por tentativas encaminadas a resucitar viejos males más que por la introducción de nuevos bienes. Lo que hoy nos enorgullece como renacimiento de la religión, no es más que, al menos en los espíritus mezquinos e incultos, un renacimiento del fanatismo; y cuando en los sentimientos de un pueblo existe tal germen permanente y poderoso de intolerancia, el mismo que existió en todos los tiempos entre las clases medias de nuestro país, poca cosa hace falta para impulsarle a perseguir activamente a quienes siempre han sido considerados como merecedores de persecución [5].

Por ser así las opiniones que los hombres mantienen y los sentimientos que abrigan sobre los disidentes de las creencias que ellos estiman importantes, es éste un país donde no existe la libertad de pensamiento. Desde hace mucho tiempo, el principal error de las penas legales es el sostener y reforzar el estigma social. Estigma verdaderamente eficaz; y lo es de tal manera que la profesión de opiniones proscritas por la sociedad es, en Inglaterra, menos frecuente que en aquellos países, donde profesarlas supone correr el riesgo de castigos judiciales. Para la mayoría de las personas, excepto aquellas que su fortuna las hace independientes de la buena voluntad de las demás, la opinión, en este aspecto, es tan eficaz como la ley. Lo mismo supone encarcelar a un hombre, que privarle de los medios de ganarse el pan. Aquellos cuyo pan está asegurado y que no viven del favor de los hombres que están en el poder, ni de ninguna corporación, ni del público, ésos no tienen nada que temer de una franca declaración de sus opiniones, si no es el ser maltratados en el pensamiento y con la palabra, y para esto no les es necesario gran heroísmo. No hay lugar a una llamada ad misericordiam en favor de tales personas. Pero aunque nosotros, hoy día, no inflijamos a los que no piensan como nosotros tan graves males como en otros tiempos, nos perjudicamos quizá más que nunca por nuestra manera de tratarlos. Sócrates fue condenado a muerte, pero su filosofía se elevó como el sol en el cielo y extendió su luz por todo el firmamento intelectual. Los caen fuera del corro de la tolerancia. ¿Quién, después de esta insensata declaración, se forjará la ilusión de que la persecución religiosa ha pasado, para no volver jamás? cristianos fueron echados a los leones, pero la iglesia cristiana llegó a ser un árbol magnífico, sobrepasando a los árboles más viejos y menos vigorosos y ahogándoles con su sombra. Nuestra intolerancia, puramente social, no mata a nadie, no extirpa ningún modo de pensar; pero induce a los hombres a ocultar sus opiniones o a abstenerse de cualquier esfuerzo activo por propagarlas. Las opiniones heréticas, entre nosotros, no ganan, ni incluso pierden, gran terreno en cada década o en cada generación; pero jamás brillan con un resplandor vivo, y continúan incubándose en el reducido círculo de pensadores y sabios donde tuvieron su nacimiento, sin extender jamás su luz, falsa o verdadera, sobre los problemas generales de la humanidad. Y así se va sosteniendo un cierto estado de cosas muy deseable para ciertos espíritus, ya que mantiene las opiniones preponderantes en una calma aparente, sin la ceremonia fastidiosa de tener que reducir a nadie a la enmienda o al calabozo, en tanto que no impide en absoluto el uso de la razón a los disidentes tocados de la enfermedad de pensar; plan éste muy propio para mantener la paz en el mundo intelectual y para dejar que las cosas marchen poco más o menos como lo hacían antes. Pero el precio de esta clase de pacificación es el sacrificio completo de todo el coraje moral del espíritu humano. Tal estado de cosas supone que la mayoría de los espíritus activos e investigadores consideran que es prudente guardar, dentro de sí mismos, los verdaderos motivos y los principios generales de sus convicciones, y que es prudente esforzarse, cuando hablan en público, por adaptar en lo posible su manera de pensar a premisas que ellos rechazan interiormente; todo lo cual no puede producir esos caracteres francos y valientes, esas inteligencias consistentes y lógicas que adornaron en otro tiempo el mundo del pensamiento. Y ésta es la especie de hombres que se puede esperar, bajo semejante régimen: o puros esclavos del lugar común, o servidores circunspectos de la verdad, cuyos argumentos sobre las grandes cuestiones estarán condicionados a las características de su auditorio, sin que sean precisamente los que llevan grabados en su pensamiento. Los hombres que evitan esta alternativa procuran limitar su pensamiento y su interés a aquellas cosas de las cuales se puede hablar sin aventurarse en la región de los principios; es decir, se limitan a un pequeño número de materias prácticas que se arreglarían por sí mismas con tal que la inteligencia humana tomara fuerza y se extendiese, pero que no se arreglarán jamás en tanto que se tenga abandonado lo que da fuerza y extiende el espíritu humano, el libre y valiente examen de los problemas elevados. Aquellos, a cuyos ojos el silencio de los que difieren 'de la opinión común no constituye un mal, deberían considerar en primer lugar, que, corno consecuencia de un tal silencio, las opiniones heterodoxas no suelen ser jamás discutidas de manera leal y profunda, de suerte que aquellas que de entre ellas no podrían resistir una discusión semejante, no desaparecen nunca, aunque se las impida, quizá, el extenderse. Pero la prohibición de todos los argumentos que no conducen a la pura ortodoxia no perjudica sólo al espíritu de los disidentes. Los que primeramente sufren sus resultados son los ortodoxos mismos, cuyo desarrollo intelectual se agota y cuya razón llega a sentirse dominada por el temor a la herejía. ¿Quién puede calcular todo lo que el mundo pierde en esa multitud de inteligencias vigorosas unidas a caracteres tímidos, que no osan llegar a una manera de pensar valiente, independiente, audaz, por miedo a caer en una conclusión antirreligiosa o inmoral a los ojos de otro? Podemos ver a hombres profundamente conscientes, de un entendimiento sutil y extremadamente fino, que pasan sus vidas combinando sofismas, sin poderse reducir al silencio, y agotando todos los recursos de su espíritu para conciliar las inspiraciones de su conciencia y de su razón con la ortodoxia, sin que, después de todo, consigan ningún éxito. Nadie puede ser un gran pensador si no considera como su primordial deber, en calidad de pensador se entiende, el seguir a su inteligencia a dondequiera que ella pueda llevarle.