Gana más la sociedad con los errores de un hombre que, después de estudio y preparación, piensa por sí mismo, que con las opiniones justas de los que las profesan solamente porque no se permiten el lujo de pensar. No queremos decir con esto, que la libertad de pensamiento sea necesaria, única o principalmente, para formar grandes pensadores. Muy al contrario, es también y quizá más indispensable para hacer que el común de los hombres sean capaces de vislumbrar la estatura mental que pueden alcanzar. Han existido, y pueden volver a existir, grandes pensadores individuales en una atmósfera general de esclavitud mental. Pero nunca existió, ni jamás existirá en una atmósfera tal, un pueblo intelectualmente activo. Cuando un pueblo ha poseído temporalmente esta actividad, ha sido porque allí, durante algún tiempo, dejaron de actuar los temores a las especulaciones heterodoxas. Allí donde se ha entendido tácitamente que los principios no deben ser discutidos; allí donde la discusión de los grandes problemas que pueden ocupar a la humanidad se ha considerado como terminada, no debemos esperar que se encuentre en un grado intelectual elevado esa actividad que ha hecho tan brillantes a algunas épocas de la historia. Jamás se ha conmovido hasta su más íntimo ser el espíritu de un pueblo, ni se ha dado el impulso necesario para elevar a los hombres de inteligencia más común hasta la máxima dignidad de los seres que piensan, allí donde se ha procurado no discutir problemas vastos y lo suficientemente importantes como para producir el entusiasmo de las gentes. Europa ha podido contemplar varias épocas brillantes: la primera inmediatamente después de la Reforma; podemos considerar otra, si bien limitada al continente y a la clase más cultivada, a raíz del movimiento especulativo de la segunda mitad del siglo xviii; y una tercera, de más corta duración aún, en tiempo de la fermentación intelectual de Alemania, con Goethe y Fichte a la cabeza. Las tres épocas difieren enormemente en cuanto a las opiniones particulares que desarrollaron, pero se parecen en que todas ellas sacudieron el yugo de la autoridad. Destronaron el antiguo despotismo intelectual, pero incluso entonces no lo reemplazaron con otro nuevo. El impulso dado por cada una de estas tres épocas ha hecho de Europa lo que hoy día es. Cualquier progreso aislado que se haya producido, ya sea en lo concerniente al espíritu, ya en las instituciones humanas, procede de modo evidente de una de ellas. Todo hace pensar que desde hace tiempo los impulsos que estas tres épocas nos dieron se hallan ya agotados, y no podemos esperar un nuevo resurgimiento, sin que hayamos proclamado de nuevo nuestra libertad intelectual.
Pasemos ahora a la segunda parte del argumento, y abandonando la suposición de que las opiniones recibidas pueden ser falsas, admitamos que son verdaderas y examinemos el valor que puede tener el profesarlas, suponiendo que no se ataque libre y abiertamente su verdad.
Por poco dispuestos que estemos a admitir la posibilidad de que una opinión a la que estamos fuertemente ligados sea falsa, debemos considerar que, por verdadera que sea, nunca será una verdad viva, sino un dogma muerto, si no la podemos discutir de modo audaz, pleno y frecuente.
Existe una clase de personas (por fortuna no tan numerosa hoy como en otros tiempos), que se contentan con que los demás admitan sus opiniones, incluso en el supuesto de que no exista el más pequeño motivo para profesarlas y sean indefendibles ante las objeciones más superficiales. Cuando tales personas imponen su credo de modo autoritario piensan, naturalmente, que de la discusión sólo puede salir algo malo. Dondequiera que llega su influencia, hacen casi imposible el refutar de modo racional y con conocimiento de causa las opiniones tradicionales, aunque toleren que sean refutadas ignorante e inadecuadamente, ya que es casi imposible el impedir por completo toda discusión entre seres humanos; de otro modo las creencias más comunes, y no fundamentadas por la convicción, cederían fácilmente ante el más ligero asomo de argumento. Sin embargo, aunque se descarte esta posibilidad, y aunque se admita que la opinión verdadera existe en nuestro espíritu, sea bajo la forma de prejuicio, o de creencia independiente y aun contraria al argumento, no es así como un ser racional debe profesar la verdad. Esto no es conocer la verdad. La verdad que se profesa de este modo no es sino una superstición más, accidentalmente unida a palabras que enuncian una verdad.
Si es que la inteligencia y el juicio de la especie humana deben ser cultivados, cosa que los protestantes no niegan al menos, ¿sobre qué pueden ser ejercidas estas facultades mejor que en aquellas cosas que tanto interesan al hombre, que se considera necesario que tenga una opinión sobre ellas? Y si nuestro entendimiento debe ocuparse en alguna cosa más que en otra, sobre todo deberá ocuparse en saber los motivos de nuestras propias opiniones. Cualquier persona debiera ser capaz de defender sus propias opiniones —en asuntos en los que es de la mayor importancia una recta opinión—, al menos contra las objeciones ordinarias. Tal vez haya quien nos diga lo siguiente: "Es necesario enseñar a los hombres los fundamentos de sus opiniones. De esto no se sigue que haya que discutir las opiniones por el simple hecho de que no fueron controvertidas; las personas que estudian geometría no sólo se aprenden de memoria los teoremas, sino también e igualmente las demostraciones, y sería absurdo decir que permanecen ignorantes de los principios de las verdades geométricas, porque jamás las oyeron discutir". Sin ninguna duda, así es, especialmente en una materia como las matemáticas, en las que nada hay que decir sobre el lado falso de la cuestión. La peculiaridad de la evidencia de las verdades matemáticas consiste en que los argumentos que las demuestran no tienen más que un solo aspecto. No existen objeciones a ellas, ni tampoco respuestas a tales objeciones. Pero en todo tema en que la diferencia de opinión es posible, la verdad depende de un equilibrio a guardar entre dos sistemas de razones contradictorias. Incluso en la filosofía natural, siempre existe en ella alguna otra explicación posible de los hechos: una teoría heliocéntrica en lugar de una geocéntrica; una teoría del flogisto o una teoría del oxígeno: y es necesario demostrar por qué la otra teoría no puede ser la verdadera, y hasta que conocemos la demostración no podemos comprender los fundamentos de una u otra opinión. Pero si pensamos ahora en asuntos infinitamente más complicados —morales, religiosos, políticos, relaciones sociales, de la vida misma— las tres cuartas partes de los argumentos expuestos en favor de cada opinión discutida consisten en destruir las apariencias que favorecen la opinión contraria. Sabemos que el mayor orador de la antigüedad, después de Demóstenes, estudiaba siempre la posición de su adversario con tanta atención, si no con más, que la suya propia. Lo que Cicerón hacía para obtener la victoria en el foro, debe ser imitado por todos los que estudian un asunto cualquiera con el fin de llegar a la verdad.
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