El hombre que no conoce más que su propia opinión, no conoce gran cosa. Tal vez sus razones sean buenas y puede que nadie sea capaz de refutarlas, pero si él es incapaz igualmente de refutar las del contrario, si incluso no las conoce, se puede decir que no tiene motivos para preferir una opinión a la otra. Lo único racional que cabe hacer en este caso es abstenerse de juzgar, y si esto no le satisface, tendrá que dejarse guiar por la autoridad en la materia, o bien adoptar, como suele hacer la generalidad de la gente, el aspecto de la cuestión por el que sienta más inclinación. Y no basta que un hombre oiga los argumentos de sus adversarios de boca de sus propios maestros y acompañados de lo que ellos ofrecen como refutaciones. No es ésta la manera de hacer juego franco a estos argumentos, o de poner el espíritu en contacto con ellos. Se les debe oír de boca de las mismas personas que creen en ellos y defienden de buena fe. Es necesario conocerlos en todas sus más atrayentes y persuasivas formas, y sentir plenamente la dificultad que embaraza y entorpece el problema considerado. De otra manera nunca un hombre podrá conocer aquella porción de verdad que precisa para afrontar y vencer la dificultad presente.
El noventa y nueve por ciento de cuantos se consideran hombres instruidos, incluso aquellos que pueden discutir normalmente en favor de sus ideas, se encuentran en esta extraña situación. Su conclusión puede ser verdadera, pero puede también ser falsa sin que ellos lo adviertan. No se ponen jamás en la posición mental de los que piensan de otra manera, ni ponen en consideración lo que esas personas tienen que decir; en consecuencia, quienes así obran no conocen, en el verdadero sentido de la palabra, la doctrina que profesan. No conocen aquellas partes de la doctrina que explican y justifican el resto, ni las consideraciones que muestran que dos hechos, contradictorios en apariencia, son reconciliables, o que, de dos razones que parecen buenas, una debe ser preferida a otra. Tales hombres son ajenos a aquella porción de la verdad, que, para un espíritu completamente ecuánime, decide la cuestión. Además, sólo la conocen realmente aquellos que han escuchado los dos razonamientos con imparcialidad y que han tratado de ver con la máxima claridad las razones de ambos. Esta disciplina es tan esencial a una justa comprensión de los problemas morales y humanos, que si no existieran adversarios para todas las verdades importantes, habría que inventarlos, y suministrarles los más agudos argumentos, que el más hábil abogado del diablo pudiese imaginar.
Para disminuir las fuerzas de estas consideraciones, un enemigo de la libre discusión tal vez opusiese lo siguiente:
"Que la humanidad no tiene necesidad, en general, de conocer y comprender todo lo que los filósofos y los teólogos digan a favor o en contra de sus opiniones; que para el común de los hombres no es de ninguna utilidad el ser capaces de exponer todos los errores y todas las falacias de un hábil adversario; que basta con que haya siempre alguien capaz de responder, para que todo lo que pueda engañar a las personas sin instrucción no quede sin ser refutado; que las mentes sencillas enseñadas en la evidencia de los fundamentos de las verdades que profesan, pueden fiarse de la autoridad en todo lo demás; y como carecen, bien lo saben, de la ciencia y el talento necesarios para resolver cualesquiera dificultades que se puedan presentar, la seguridad de que serán resueltas por quienes pueden y deben hacerlo bastará para su tranquilidad".
Aunque concedamos a esta manera de pensar todo lo que puedan reclamar a su favor aquellos a quienes no cuesta gran cosa creer la verdad sin comprenderla perfectamente, aun así, los derechos del hombre a la libre discusión no se debilitan con ello en absoluto. Pues, según esta misma doctrina, la humanidad debería tener la seguridad racional de que se ha respondido de modo satisfactorio a todas las objeciones. Pero, ¿cómo se podrá responder a ellas si no las exponemos? O, ¿cómo se puede saber que la respuesta es satisfactoria, si las personas que hacen las objeciones no han podido decir que no lo es? Si no el público, al menos los filósofos y los teólogos que tengan que resolver dificultades, deberían familiarizarse con las dificultades en su forma más complicada, y para ello es necesario que se las pueda exponer libremente y mostrar bajo su aspecto más convincente. La Iglesia Católica trata este embarazoso problema a su manera. Traza, una clara línea de demarcación entre los que deben aceptar sus doctrinas como materia de fe y los que pueden adoptarlas por convicción. En verdad no concede a nadie el derecho a elegir por sí mismo; pero al clero, al menos cuando merece absoluta confianza, le autoriza, de manera admisible y meritoria, a hacer un estudio de los argumentos de los adversarios, para que pueda responder a ellos; puede, por consiguiente, leer los libros heréticos; pero los seglares no pueden hacerlo sin un permiso especial, difícil de obtener. Esta disciplina considera útil, para los que ejercen el magisterio sacerdotal, el conocer la causa contraria; pero juzga conveniente privar de este conocimiento al resto del mundo, dando de esta manera más cultura a la élite, pero no más libertad, que a la masa. Por este medio, consigue obtener la superioridad intelectual que requiere el fin que persigue; pues, aunque la cultura sin libertad no haya producido jamás un espíritu amplio y liberal, así se puede obtener nada menos que un hábil "nisi prius" abogado de una causa. Pero este recurso no se admite en los países que profesan el protestantismo, ya que los protestantes sostienen, al menos en teoría, que la responsabilidad en la elección de la religión debe pesar sobre cada uno y no sobre los que nos instruyen en ella. Además, en el estado presente del mundo, es imposible de hecho que las obras leídas por las gentes cultas sean completamente ignoradas de los demás. Para que los conductores de la humanidad sean competentes en todo aquello que deben saber, debemos poder escribir y publicarlo todo con entera libertad.
Sin embargo, si la ausencia de libre discusión no causara otro mal, cuando las opiniones tradicionales son verdaderas, que el de dejar a los hombres en la ignorancia de los fundamentos de estas opiniones, se la podría considerar como un mal no precisamente moral, sino sencillamente intelectual, que no afecta para nada el valor de las opiniones, en cuanto a su influencia sobre el carácter. Por tanto, el hecho consiste en que la ausencia de discusión hace olvidar no sólo los fundamentos, sino también, con excesiva frecuencia, el sentido mismo de la opinión. Las palabras que la expresan cesan de sugerir ideas o no sugieren más que una pequeña porción de las que originariamente comunicaban. En lugar de una concepción vivaz y de una creencia viva, no quedan más que algunas frases retenidas por rutina; o, si se retiene algo del sentido verdadero, solamente se trata de lo superficial y lo externo, habiéndose ya perdido la verdadera esencia de la cuestión. Jamás podrá ser estudiado y meditado, como es debido, el importante capítulo que tal hecho ocupa en la historia humana.
Se le encuentra en la historia de todas las doctrinas morales y de todas las creencias religiosas. Están llenas éstas de sentido para sus creadores y para sus discípulos inmediatos. Continúa siendo comprendido su sentido tan claramente, si no más, en tanto que dura la lucha para dar a la doctrina o a la creencia la supremacía sobre otras creencias.
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