Finalmente, o prevalece y llega a ser la opinión general, o se detiene, manteniendo el terreno conquistado, pero cesando de extenderse. Cuando uno u otro de esos resultados se produce, la controversia disminuye y se extingue de modo gradual. La doctrina ha ocupado su lugar, si no como opinión transmitida, al menos como una de las sectas o divisiones admitidas de la opinión. Los que la profesan generalmente, la han heredado, no adoptado; y la conversión de una de estas doctrinas a otra, habiéndose transformado esto en un hecho excepcional, ocupa poco lugar en las mentes de los creyentes. Éstos, en vez de estar, como al principio, en constante vigilancia para defenderse del mundo, o para conquistarle, llegan a cierta inercia; y ya nunca, ni aunque puedan hacerlo, escucharán los argumentos contra su creencia, ni fatigarán a los disidentes (si existen) con argumentos en favor. Desde este instante podemos decir que proviene la decadencia del poder vivo de una doctrina. Oímos quejarse a menudo a predicadores de todos los credos, de la dificultad de hacer concebir en el espíritu de los creyentes una imagen viva de la verdad —que sólo nominalmente reconocen—, de suerte que pueda influir sobre sus sentimientos e imperar sobre su conducta. No existen quejas de tal dificultad, en tanto que la creencia pugna todavía por establecerse. Entonces, hasta los más débiles combatientes saben y sienten por qué luchan, y conocen la diferencia que existe entre su doctrina y la de los demás. También se puede encontrar, en esta primera época de la existencia de las creencias humanas, un número no pequeño de personas que han realizado sus principios fundamentales bajo todas las formas del pensamiento, que los han examinado y sopesado en todos sus más importantes aspectos, y que han sentido todo el efecto que, en el carácter, debe producir la fe en una determinada doctrina, sobre un espíritu que se halle penetrado profundamente de ella. Pero cuando ha pasado esa creencia al estado de hereditaria y se la recibe pasiva y no activamente, cuando no se encuentra obligado el espíritu a concentrar todas sus facultades sobre cuestiones que ella le sugiere, se tiene una tendencia creciente a no retener más que las fórmulas de la creencia o a conceder un asentimiento inerte e indiferente, como si el mero hecho de aceptarla como materia de fe dispensara de realizarla en la conciencia o de comprobarla mediante la experiencia personal; llegando por fin un momento en que casi desaparece toda relación entre la creencia y la vida interior del ser humano. Se ve entonces, lo que es casi general hoy día, que la creencia religiosa queda constreñida al exterior del espíritu, petrificada contra todas las influencias que se dirigen a las partes más elevadas de nuestra naturaleza, y manifiesta su poder impidiendo que toda nueva y viva convicción penetre en ella, sin hacer por la mente y el corazón otra cosa que montar la guardia a fin de mantenerlos vacíos. Cuando se observa cómo profesan el cristianismo la mayoría de sus fieles, se llega a pensar que doctrinas capaces de producir la más profunda impresión en el alma, pueden permanecer como creencias muertas, sin que jamás las comprendan la imaginación, los sentimientos o el entendimiento. Y entiendo aquí por cristianismo lo que tienen por tal todas las iglesias y todas las sectas: las máximas y los preceptos contenidos en el Nuevo Testamento. Todos los cristianos profesos las consideran como sagradas y las aceptan como leyes. Sin embargo, es la pura verdad, no hay quizá un cristiano entre mil que dirija o que juzgue su conducta individual según estas leyes. El modelo que cada uno de ellos copia es la costumbre de su nación, de su clase o de su secta religiosa. Así, de un lado, hay una colección de máximas morales que la sabiduría divina, según él, ha querido trasmitirle como regla de conducta; y, de otro, un conjunto de juicios y de prácticas habituales que se compaginan bastante bien con algunas de esas máximas, menos bien con algunas otras, que se oponen directamente a otras, y que en suma constituyen un compromiso entre las creencias cristianas y los intereses y las sugestiones de la vida mundana. A las primeras debe el cristiano su culto; a los segundos, su obediencia verdadera.
Todos los cristianos creen que son bienaventurados los pobres, los humildes y todos los que el mundo maltrata; que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos; que no deben juzgar, por miedo a ser juzgados ellos mismos; que no deben jurar, que deben amar al prójimo como a sí mismos; que si alguien les quita su abrigo le deben dar también su vestido; que no deben preocuparse del mañana; que para ser perfectos deben vender todo lo que tienen y dárselo a los pobres. No mienten cuando dicen que creen estas cosas. Las creen como creen los hombres todo aquello que siempre han oído alabar y nunca discutir. Pero, en el sentido de la fe viva que determina la conducta a seguir, sólo creen tales doctrinas hasta el punto que se acostumbra a obrar de acuerdo con ellas. Las doctrinas, en su integridad, sirven para acallar a los adversarios, y se comprende que sean propuestas (en tanto que sea posible) como los verdaderos motivos de todo aquello que hacen los hombres dignos de alabanza. Pero si alguien les recordase que tales máximas requieren una multitud de cosas que jamás piensan ejecutar, ese alguien no ganaría en ello más que el ser clasificado entre esa clase impopular de gentes que afectan ser mejores que los demás. No tienen las doctrinas nada que hacer con los creyentes ordinarios, ni poseen ningún poder sobre sus mentes. Tienen ellos un respeto habitual para el sonido de las palabras que las enuncian, pero carecen del sentimiento que penetra en el fondo de las cosas y que fuerza al espíritu a tomarlas en consideración; y obran conforme a fórmulas. Siempre que de conducta se trata, los hombres dirigen la mirada en derredor suyo para saber hasta qué punto deben obedecer a Cristo.
Podemos estar seguros que entre los primeros cristianos todo sucedía de modo muy diferente; si entonces se hubiera obrado del mismo modo que hoy, el cristianismo no hubiera llegado a ser jamás —desde sus comienzos oscuros como secta de los despreciados hebreos— la religión del Imperio Romano. Cuando sus enemigos decían: "Mirad cómo se aman los cristianos los unos a los otros" (observación que nadie haría hoy en día), los cristianos sentían, a no dudarlo, mucho más vivamente el peso de su creencia, de lo que jamás lo sintieron después. A esto se debe, sin duda, que el cristianismo haga tan pocos progresos actualmente y se encuentre, después de dieciocho siglos, constreñido a los europeos y a los descendientes de los europeos. Ocurre a menudo, incluso a las personas estrictamente religiosas, a aquellas que toman en serio sus doctrinas y que les conceden más sentido que la generalidad, que sólo tienen presente en la mente de una manera activa, aquella parte de la doctrina de Calvino, o de Knox, o de alguna otra persona, de posición análoga a la suya.
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