Distinguió una grieta estrecha que probablemente daba lateralmente al exterior. Grigia tenía un cuerpo fino, pero también él haciendo un gran esfuerzo tenía que ser capaz de colarse por esa grieta. Era una salida. Pero en aquel momento tal vez él estuviera ya demasiado débil para volver a la vida o no quisiera hacerlo, o se hubiera desmayado.

Consciente del fracaso de todos los esfuerzos y de lo infructuoso de la empresa, a aquella misma hora Mozart Amadeo Hoffingott, abajo en el pueblo, dio órdenes de poner fin a las obras.

LA PORTUGUESA

(Portugiesin, 1923)

En muchos documentos figuraban con el nombre Delle Catene, pero en otros como los señores Von Ketten.

Procedentes del norte, se habían detenido en el umbral del Mediodía. Según sus conveniencias, hacían valer la filiación alemana o la latina, pero la verdad era que sólo se sentían ligados a sí mismos.

Un poco al margen de la carretera que conduce a Italia a través del Brennero, entre Brixen y Trento, su castillo se erguía, señero, al borde de un barranco. Quinientos pies más abajo el agua de un torrente hacía tal estruendo que si alguien hubiera asomado su cabeza por la ventana no habría podido oír la campana de una iglesia que sonara en el mismo recinto. Frenado por esa impenetrable cortina de ruido, todo eso del mundo permanecía ajeno al castillo de los Catene, pero la mirada, indiferente al estrépito, atravesaba sin problema ese obstáculo y vacilaba, llena de asombro, frente a la cóncava profundidad de esa perspectiva.

Todos los Ketten eran conocidos por su vista penetrante y alerta. Jamás se les escapaba algo que, en varias leguas a la redonda, les pudiese reportar algún provecho. Eran malvados como cuchillos que cortan rápida y profundamente. Ni la cólera los enrojecía, ni la alegría los sonrojaba; por el contrario, la ira los volvía sombríos, y en la satisfacción resplandecían al igual que el oro, como él, extraños y hermosos. Y todos ellos, cualquiera que fuese el año o el siglo en que vivieran, tenían como rasgos comunes las tempranas canas que aparecían en su barba y en sus cabellos oscuros, y algo más: morían antes de los sesenta. También se asemejaban en que la tremenda fuerza que desplegaban en ciertas ocasiones parecía no tener cabida ni origen en sus cuerpos delgados y no demasiado fornidos, sino nacer de sus ojos y su frente; éste al menos era el comentario de los amedrentados sirvientes y vecinos. Echaban mano a lo que podían, y, según les conviniese, procedían con rectitud, con violencia o con astucia, pero siempre tranquilos e implacables; sus breves vidas se desarrollaban sin prisa y acababan pronto, sin conocer la decadencia, una vez que habían cumplido su papel.

En el clan de los Ketten existía la costumbre de no emparentarse con los nobles del contorno. Iban a buscar muy lejos a sus mujeres y procuraban que fuesen ricas, a fin de estar ellos en mejores condiciones para la libre elección de sus aliados y de sus enemigos. El señor Von Ketten, que doce años atrás había desposado a una hermosa portuguesa, tenía ahora treinta años. La boda se había celebrado en el extranjero, y la joven esposa estaba a punto de alumbrar cuando el cortejo penetró en las tierras de los Catene con todos sus criados, caballos, sirvientes, perros y bestias de carga. El viaje de bodas había durado un año. En verdad, todos los Ketten eran resplandecientes caballeros, pero sólo lo demostraban en el año en que salían en busca de novia. Sus mujeres eran hermosas, porque ellos querían que sus hijos fueran hermosos, y en el extranjero, donde no eran tan apreciados como en su país, no hubieran podido, de otro modo, conquistar a semejantes mujeres. Pero ellos mismos no habrían podido decir si era en ese año, o en el resto de su vida, cuando aparecían como realmente eran. Un mensajero, portador de importante noticia, vino al encuentro del cortejo.

Los trajes y banderas multicolores de la comitiva parecían aún una enorme mariposa, pero en Ketten se había operado un cambio. Siguió cabalgando junto a su mujer como si se hubiera recuperado o como si quisiera demostrar que estaba más allá de toda urgencia, pero su expresión se había vuelto impenetrable como un banco de niebla. Un cuarto de hora más tarde, cuando el castillo surgió de pronto frente a ellos tras una curva del camino, Ketten rompió, no sin esfuerzo, aquel silencio.

Quería que su mujer regresara. El cortejo se detuvo. Pero la portuguesa prefería continuar. Suplicó y tuvo éxito; ya habría tiempo para regresar después de haber escuchado las razones.

Los obispos de Trento eran poderosos señores y su palabra era ley. Desde los tiempos de su bisabuelo, los Ketten mantenían con ellos un litigio a causa de una parcela de tierra. Ya fuera en ocasión de pleitos, ya en sangrientos encuentros originados por la provocación o la resistencia, los Ketten habían tenido que ceder frente a la superioridad del adversario. Su mirada, a la que por lo común nada escapaba, aquí sólo servía para vigilar en vano; no obstante, la tarea era transmitida de padres a hijos y, a través de las generaciones, su indeclinable orgullo seguía aguardando.

A este señor de Ketten se le ofreció la ocasión. Por un instante tuvo miedo de haberla desperdiciado.