Se desvaneció toda contemplación mundana, toda posibilidad de saciedad e infidelidad, pues nadie sacrificaría la eternidad por la frivolidad de un cuarto de hora; por primera vez experimentó el amor como sacramento indudablemente celestial.
Reconoció la providencia particular que había guiado su vida hacia esta soledad, y sintió el suelo bajo sus pies, lleno de oro y piedras preciosas, no ya como un tesoro de este mundo, sino como un mundo encantado creado para él.
A partir de ese día se sintió desatado de un vínculo, como si fuera una rodilla anquilosada o una mochila pesada. Libre del apego al deseo de estar vivo, del horror a la muerte. No le ocurrió lo que siempre había creído que le pasaría a uno cuando cree próximo su fin estando aún en plena posesión de sus facultades, y es que entonces gozaría la vida más desengrenado y sediento; él se sintió simplemente desligado y lleno de una ligereza deliciosa, que le convirtió en el sultán de su existencia.
Cierto es que los taladros no habían dado muy buenos resultados, pero formaban parte de la vida de los buscadores de oro. Un mozo había robado vino; eso era un crimen contra los intereses comunes cuyo castigo podía contar con la aprobación general, y lo trajeron maniatado. Mozart Amadeo Hoffingott dio orden de dejarlo atado a un árbol un día y una noche, como escarmiento. Pero cuando el director técnico se acercó con la cuerda moviéndola en broma patéticamente y colgándola de momento en un clavo, el mozo empezó a temblar con todo el cuerpo porque pensó en seguida que le iban a ahorcar. Aunque sería difícil exponer los motivos: exactamente lo mismo ocurría cuando llegaban caballos, bien los de un nuevo transporte o bien caballos que habían hecho bajar para cuidarlos unos días: entonces formaban grupos en la pradera o se tumbaban en el suelo, pero siempre se agrupaban de arriba abajo en aparente desorden, de manera que parecían obedecer a una ley estética convenida en secreto y que recordaba las casitas de color verde, azul y rosa bajo el Selvot. Pero cuando estaban en la altura pasando la noche en cualquier hondonada de la montaña, atados en grupos de tres o cuatro a un tronco cortado, y uno se había puesto en camino a las tres, a la luz de la luna, y luego, a las cuatro y media de la madrugada, pasaba cerca de ellos, entonces todos volvían la cabeza hacia el que pasaba y en aquella luz difusa de la madrugada uno creía ser un pensamiento en una meditación muy detenida. Como ocurrían robos y muchas cosas sospechosas, habían comprado todos los perros de la vecindad para emplearlos como vigías. Las cuadrillas móviles los traían en grandes traíllas, atados sin collar en grupos de dos o tres. Había entonces de pronto tantos perros como hombres en el lugar, y cabría preguntarse que cuál de los dos grupos tenía en realidad derecho a sentirse en la comarca amo en su propia casa, y cuál era el convecino admitido. Había entre ellos nobles perros de caza, bracos venecianos que se criaban aún a veces en aquella región, y mastines mordaces como pequeños monos maliciosos. Formaban grupos en los que —no se sabía por qué— se habían reunido con gran solidaridad, pero de vez en cuando dentro de cada grupo se lanzaban rabiosos unos contra otros. Algunos estaban medio muertos de hambre, otros se negaban a comer; uno pequeño y blanco le cogió la mano al cocinero cuando éste le quería dar la escudilla con la carne y la sopa, arrancándole un dedo a mordiscos. A las tres y media de la madrugada era ya de día, pero no se veía aún el sol. Cuando a esa hora se pasaba por los peñascos arriba en el monte, las reses en las praderas adyacentes descansaban soñolientas. Como grandes moldes de piedra de color blanco mate reposaban sobre sus patas dobladas, con la parte de atrás inclinada ligeramente a un lado; no miraban al transeúnte, ni volvían la cabeza para seguirle con la mirada, sino que inmóviles dirigían la cara hacia la luz esperada y sus bocas que rumiaban con monótona lentitud parecían rezar. Se atravesaba su círculo como el de una existencia excelsa y crepuscular, y cuando se miraba atrás desde la altura parecían —blancas y dispersas— unas mudas claves de solfeo dibujadas por la línea de la espina dorsal, las patas traseras y la cola.
En general había mucha variedad de cosas. Por ejemplo, uno se había roto una pierna y dos hombres pasaron llevándoselo en brazos. O bien gritaban de repente «fue...go», y todos corrían para ponerse a cubierto, porque se volaba una roca para abrir el camino. Una primera ráfaga de lluvia mojó la hierba. Debajo de un arbusto, en la otra ribera del arroyo, ardía un fuego del que se habían olvidado por el nuevo suceso, mientras que hasta entonces había sido muy importante; el único espectador fue ahora tan sólo un joven abedul. Del abedul colgaba aún, con una pata al aire, el cerdito negro; ahora el fuego, el abedul y el cerdo están solos. El cerdo había gruñido ya cuando un hombre lo llevaba de la cuerda y lo animaba a seguir caminando. Después gruñó aún más cuando vio que otros dos hombres corrían hacia él con gran regocijo. Quejándose mucho cuando le cogieron de las orejas arrastrándolo hacia adelante, sin cumplidos. Hizo resistencia apoyándose en las cuatro patas, pero el dolor de las orejas lo hizo avanzar a saltitos. En el otro extremo del puente un hombre había ya cogido el hacha y le dio con el filo en la frente. A partir de ese momento todo pasó con más calma. Las dos patas delanteras se doblaron a un tiempo y el cerdito no volvió a gruñir más hasta que el cuchillo le atravesó la garganta; fue un trompeteo agudo y brusco, pero en seguida se redujo a un estertor que pronto fue sólo un ronquido patético.
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