Fuera de esto era bastante agradable, pero no se le podía creer ni una sola palabra. Siempre quería llegar a ser una mujer de gran vida». El mayor tormento de este sueño no era esa sonrisa tajante como una cuchillada, sino el hecho de que nunca pudo defenderse contra el acaloramiento vulgar con que terminaba, ya que, envuelto en la impotencia del sueño, sintió que era exactamente lo que él pensaba.
Por eso se quedó a menudo callado cuando estaba sentado junto a la cama de Tonka. Le hubiera gustado ser tan generoso como en sus sueños de antes. Tal vez hubiera podido lograrlo si parte de la fuerza con que trabajaba en su investigación la hubiera dedicado a Tonka. Era cierto que los médicos nunca habían podido encontrarle ninguna enfermedad, de manera que le ligaba a Tonka una posible unión misteriosa: sólo tenía que creerle y ya se pondría enfermo. Pero quizá, se decía a sí mismo, en otros tiempos esto hubiera sido posible —ya se complacía en pensamientos retrospectivos como éstos—, en otros tiempos Tonka hubiera llegado tal vez a ser una muchacha célebre a quien los mismos príncipes no hubieran vacilado en pretenderle la mano. ¿¡Pero hoy en día!? Habría que meditar detenidamente sobre esto, alguna vez. Así estaba sentado junto a su cama, la trataba con cariño y bondad, pero nunca pronunció las palabras: te creo. A pesar de que desde hacía tiempo le creía ya. Pues le creía sólo hasta el punto de no poder ya seguir escéptico y enfadado con ella, pero no en forma de querer justificar también ante su juicio todas las consecuencias. El que no lo hiciera, fue lo que le mantuvo sano y salvo y en el terreno de la realidad.
Las visiones del hospital le atormentaron. Los médicos, los reconocimientos, la disciplina; el mundo se había apoderado de Tonka que estaba sujeta a una mesa. Pero esto le pareció ya casi un defecto en ella; posiblemente ella fuera algo más hondo, algo que quedaba por debajo de lo que pasaba con ella en la realidad, pero entonces todo tendría que estar cambiado en este mundo para que uno pudiera luchar por ello. Él ya cedió un poco; al cabo de un par de días de separación, Tonka le parecía estar lejos, porque ya no pudo remediar a diario su extrañeza ante aquella vida demasiado sencilla que siempre había compartido con ella.
Y dado que junto a Tonka, al lado de su cama de hospital, a menudo casi no hablaba, le escribió unas cartas en las que decía muchas cosas que no dijo de palabra; le escribió casi tan en serio como a un gran amor; sólo ante la frase: ¡Creo en ti!, se detuvieron también estas cartas. Tonka no le contestó y quedó muy desconcertado. Sólo entonces se acordó que nunca las había mandado, pues no expresaban con certeza su opinión, sino que eran un simple estado de ánimo que no puede desahogarse de ninguna forma más que escribiendo. Entonces se dio cuenta de la suerte que aún tenía al poder expresarse, mientras que Tonka no sabía hacerlo. En aquel momento la vio muy claramente. Era un copo de nieve que caía del cielo solitario, en pleno día de verano. Pero al cabo de un instante esta definición ya no valía —tal vez fuera sencillamente una buena chica—; el tiempo pasó aprisa y un día le sorprendió la terrible noticia que a Tonka no le quedaban ya muchos días de vida. Se reprochó duramente a sí mismo por la imprudencia de no haberla cuidado suficientemente bien, pero como estos reproches no se los ocultó a Tonka, ella le contó un sueño que había tenido una de las últimas noches; pues ella también soñaba.
Durmiendo, dijo, sabía que me moriría pronto y no lo puedo comprender, pero: estaba muy contenta. Tuve en la mano un cucurucho de cerezas; entonces pensé: ¡Pase lo que pase, te las comes rápidamente antes de que sea tarde!...
Y al día siguiente ya no le dejaron ver a Tonka.
XIV
Se dijo a sí mismo: tal vez Tonka no haya sido tan buena como yo me la imaginaba; pero en esto mismo se manifestó el carácter misterioso de la bondad de Tonka, que hubiera podido ser propia, tal vez, también de un perro.
Fue dominado por un dolor que le arrasó, seco como un huracán. No te dejan escribirle más, no te dejan verla más, le dijo con un bramido al doblar las esquinas de su firmeza. Pero estaré contigo como Nuestro Señor, se consoló, sin poder imaginarse nada al pensarlo. A menudo hubiera querido gritar y sólo gritar: ¡Ayúdame, ayúdame tú! ¡Aquí me tienes arrodillado delante tuyo!
Se dijo a sí mismo tristemente: ¡Imagínate que un hombre con un perro anda solo por la montaña de las estrellas, por el mar de las estrellas! —y le atormentaron unas lágrimas que se volvieron tan grandes como el globo celeste y que no pudieron caer de sus ojos.
Entonces siguió soñando despierto los sueños de Tonka.
Algún día cuando Tonka haya perdido toda la esperanza, él de repente volverá a entrar y allá lo tendrá de nuevo. Vestido con su gabardina inglesa de anchos cuadros marrones. Cuando lo desabroche, debajo se verá desnudo su cuerpo flaco y blando, llevando una cadenita de oro de la cual penderán colgantes que sonarán al rozarse. Y todo habrá sido como un solo día, de esto estaba muy segura. Él anhelaba tanto a Tonka como ella lo había anhelado a él.
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