Todo aquello lo notó Homo por primera vez en su vida.
Cuando ya era de noche, todos se reunían en la pequeña casa del párroco donde habían alquilado una sala para club. Desde luego, la carne que sólo dos veces por semana se subía por el largo camino, a menudo estaba algo podrida y no pocas veces sufrían una ligera intoxicación. A pesar de ello, apenas empezaba a oscurecer, todos llegaban con sus pequeñas linternas tropezando por los caminos prácticamente invisibles. Y es que más que con las intoxicaciones, sufrían con su tristeza y su soledad, a pesar de lo bonito que era aquello. Superaban ese estado de ánimo con el vino. Al cabo de una hora, una gran tristeza y el ruido del baile llenaban la sala parroquial. El gramófono, con sus ruedas de carro de hojalata dorada, la atravesaba como si pasara por una pradera blanca y sembrada de maravillosas estrellas. Ya no hablaban entre ellos, pero hablaban. ¿Qué se hubieran podido decir unos a otros, un hombre de letras, un empresario, un antiguo inspector de penitenciaría, un ingeniero de minas, un comandante jubilado? Hablaban con signos —que bien podían ser también palabras expresando el descontento, la satisfacción relativa, el ansia—, en un lenguaje casi animal. A menudo discutían con una violencia innecesaria sobre cualquier asunto que a ninguno importaba, insultándose incluso unos a otros, y al día siguiente iban y venían los padrinos de duelo. Se demostraba entonces que en realidad nadie lo había deseado. Habían discutido sólo por matar el tiempo, y aunque ninguno era realmente así, a cada uno de ellos los demás le parecían groseros como matarifes y le irritaban.
Era la masa en todas partes igual, la unidad de medida del alma: Europa. Una desocupación tan ilimitada como en otras partes la ocupación. Añoranza de la mujer, del hijo, de la comodidad. Y de vez en cuando, otra vez el gramófono. Rosa, iremos a Lodz, Lodz, Lodz..., y ven a mi pabellón de amor... Un olor astral a polvos de tocador, un vaho de varietés lejanos y de sexualidad europea. Estallaban en carcajadas con los chistes verdes, que empezaban todos con las mismas palabras: Érase un judío que iba en tren...; sólo una vez alguien preguntó: ¿Cuántas colas de rata hacen falta para llegar de la tierra a la luna? Entonces callaron incluso y el comandante puso un disco de Tosca, recordando melancólicamente mientras el gramófono preparaba su estruendo. «Hubo un tiempo en que quise casarme con la Geraldine Farrar». Seguidamente la voz salió del altavoz de bocina y llenó la habitación; esta voz femenina admirada por hombres borrachos se metió en un ascensor e inmediatamente el ascensor subió con ella como enfurecido; pero no llegó a ningún destino, volvió a bajar, oscilando en el aire. Sus faldas se ahuecaban con el movimiento; aquel sube y baja, aquel estarse quieta unos momentos ceñida en una nota, y vuelta el sube y baja, y a la vez todo aquel derramarse y sin embargo experimentar nuevas convulsiones, y volver a derramarse: era voluptuosidad. Homo lo sentía, era puramente la voluptuosidad de todas las cosas de la ciudad y que ya no es posible distinguir del homicidio, de los celos, negocios, carreras de automóviles —ay, ya no era voluptuosidad, era espíritu aventurero—, no, no era espíritu aventurero, sino un cuchillo que bajaba del cielo, ¿un ángel exterminador, locura angelical, la guerra?
De uno de los muchos y largos papeles matamoscas que colgaban del techo había caído delante de él una mosca y allí se quedó, envenenada, patas arriba, en medio de un charco de los que iba formando la luz de las lámparas de petróleo en las arrugas apenas visibles del mantel de hule: estaban afectadas por la melancolía que infunde el comienzo de la primavera, como si tras una lluvia hubiera soplado un viento fuerte. La mosca hizo unos cuantos esfuerzos, cada vez más débiles, por ponerse de pie, y otra mosca que estaba buscando comida en el mantel, de vez en cuando se le acercaba para ver cómo iba. También Homo la estuvo observando con atención, ya que las moscas constituían allí una gran plaga. Pero cuando le llegó la muerte, la agonizante juntó sus seis patitas en punta, estirándolas así al aire; luego se murió en su pálida mancha de luz sobre el mantel de hule, como en un cementerio de paz que no existía ni en dimensiones de centímetros, ni para el oído, pero que existía. Alguien estaba contando: «Dicen que uno lo ha calculado de verdad, eso que toda la familia de Rothschild no tiene dinero bastante para pagar un billete de tercera a la luna». Homo dijo entre dientes: «¿Matar y sin embargo sentir a Dios, y sin embargo matar?», y con el índice disparó la mosca en dirección al comandante que estaba sentado en frente, dándole justo en la cara; esto volvió a constituir un incidente que dio que hablar hasta la noche siguiente.
Entonces ya hacía tiempo que conocía a Grigia, y tal vez el comandante la conociera también. Se llamaba Lene María Lenzi; aquello sonaba como Selvot y Gronleit o Malga Mendana, a cristales de amatista y a flores, pero a él le gustaba más aún llamarla Grigia, con la i larga y el «cha» aspirado, como la vaca que ella tenía y que llamaba Grigia, «la gris». Estaba sentada a un lado del prado, vestida con su falda violeta y marrón y el pañuelo salpicado de colores, con las puntas curvadas de sus zuecos holandeses al aire, las manos cruzadas reposando en el delantal estampado, y tenía el encanto natural de una seta esbelta cuando daba, de vez en cuando, órdenes a la vaca que pastaba allí abajo. En realidad las órdenes eran sólo cuatro palabras: «¡Geh ea!» y «¡Geh aua!», lo cual parecía significar «ven aquí» y «sube para arriba» cuando la vaca se alejaba demasiado; pero cuando fallaba la enseñanza de Grigia, le seguía un furioso: «Wos, Teufi, do geh hea», queriendo decir: «Qué haces, diablo, ven aquí», y como último recurso bajaba ella misma por la pradera, con el estrépito de una piedrecita, agarrando con la mano el pedazo de madera más próximo y arrojándolo a la vaca gris cuando estaba a tiro.
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