Pero como Grigia tenía una verdadera propensión a alejarse siempre hacia el valle, el suceso iba repitiéndose en todos sus detalles con la regularidad de una pesa que baja y vuelve a subir continuamente. Como aquello era tan deliciosamente absurdo, le tomaba el pelo llamándola Grigia a ella misma. No pudo ocultarse a sí mismo que se le aceleraba el pulso cuando se acercaba desde lejos a ella, sentada allí de aquella forma; así late el corazón cuando uno nota de repente un olor a abeto o la exhalación aromática del suelo en un bosque lleno de setas. En esta impresión siempre está envuelto cierto horror a la naturaleza, y no hay que engañarse en cuanto a la naturaleza, pues es todo menos natural; es terrosa, angulosa, venenosa y cruel en todo aquello que el hombre no somete a su voluntad. Probablemente era precisamente esto lo que le ataba a la labradora, y por otra parte sentía un incansable asombro porque ella era el retrato fiel de una mujer. Por supuesto, uno también se asombraría al ver sentada en medio del bosque a una dama con una taza de té en las manos.

Hagan el favor de pasar, había dicho también ella cuando llamó por primera vez a su puerta. Estaba de pie al lado del fogón y tenía una olla puesta al fuego; como no pudo apartarse de allí, les señaló con cortesía el banco; sólo más tarde, con una sonrisa, se limpió la mano en el delantal y se la ofreció a los visitantes; era una mano de forma bonita, de una aspereza aterciopelada como de finísimo papel de lija o de mantillo, que se desliza suavemente. Y su cara muy particular era una cara algo burlona, y vista de lado tenía un perfil fino y gracioso y una boca que llamaba la atención. Esta boca era curva como el arco de Cupido, pero además, la apretaba como quien traga saliva, lo que con toda su finura le daba una rudeza resuelta, y a esa rudeza, un rasgo de humor a lo cual correspondían exactamente sus zuecos de los que su cuerpecito salía como de unas raíces silvestres. Fueron allí para hablar de algún negocio, y cuando se marcharon, ella volvió a tener esa sonrisa, y la mano apretó la suya tal vez un instante más que a la llegada. Estas impresiones, tan insignificantes en la ciudad, aquí en la soledad eran vibraciones, como si un árbol hubiera querido mover un ramaje de una forma inexplicable, sin viento ni pájaro alguno que acabara de elevarse en el aire.

Poco tiempo después se convirtió en el amante de una labradora; aquel cambio que había experimentado le tenía muy preocupado, porque no cabía duda de que algo había pasado en él y no porque él lo hubiera dispuesto. Cuando llegó por segunda vez, Grigia en seguida se sentó con él en el banco, y cuando, para comprobar lo atrevido que ya podía ser con ella, le puso la mano en el regazo diciéndole «tú eres la más bonita de por aquí», ella dejó la mano puesta en su muslo tapándola simplemente con la suya, y con esto estaban prometidos. Entonces le dio también un beso, como sello, y ella lo terminó con un chasquido de labios como cuando se separan satisfechos de un vaso cuyo borde asían con avidez. Al principio incluso se asustó de esta vulgaridad y no le sabía nada mal que ella rechazara sus avances; no sabía por qué, no entendía nada de las costumbres y peligros de aquí, y, muy curioso, dejaba que le consolara con la promesa de otra ocasión. «Junto al heno», había dicho Grigia, y cuando él estaba ya en el umbral despidiéndose con un

«hasta la vista», ella dijo «hasta pronto» y le sonrió.

Aún estaba en el camino de vuelta cuando ya empezó a sentirse feliz por lo ocurrido; igual que una bebida caliente comienza momentos más tarde a surtir su repentino efecto. La idea de ir juntos al pajar —uno abre una puerta pesada de madera, la cierra, y por cada grado que ésta gira en los goznes crece la sombra, hasta estar acurrucado en el fondo de una oscuridad parda y vertical—, esta idea del pajar le hacía la ilusión de una astucia infantil. Pensó en los besos y sintió su chasquido como si le hubieran colocado un anillo mágico alrededor de la cabeza. Se imaginó las cosas venideras y volvió a pensar en la manera de comer de los campesinos; mastican despacio, chasqueando la lengua, apreciando bocado por bocado, y así es también como bailan, paso por paso, y probablemente todo lo demás lo hacían igual; al imaginarse estas cosas, las piernas se le ponían tan tensas de emoción como si sus zapatos estuvieran ya algo hundidos en la tierra. Las mujeres cierran los párpados y ponen la cara rígida, como una máscara de protección para que no se las estorbe con curiosidad; apenas dejan que se les escape un gemido e, inmóviles como escarabajos que se hacen el muerto, concentran toda la atención en lo que se hace con ellas. Y así pasó; con el borde del zueco Grigia acumuló el poco heno de invierno que quedó, formando con él un montoncillo, y sonrió por última vez cuando se agachó para coger el dobladillo de su falda como una dama que se ajusta la liga.

Todo esto fue justamente tan sencillo y hechizador como los caballos, las vacas y el cochinillo muerto.

Mientras estaban detrás de las vigas y fuera, por el camino pedregoso, se acercaban unas botas pesadas armando un gran estrépito, cuando pasaban con grandes golpes y se perdían otra vez a lo lejos, sentía palpitar su sangre hasta el cuello; pero Grigia, al oír el tercer paso parecía ya adivinar si las botas querían o no querían venir. Y tenía palabras mágicas. Decía, por ejemplo, «Naso» en vez de «nariz», y por «piernas» decía

«perniles». El «mandil» era el delantal; «reditúa mucho», cuando expresaba su admiración, y «echada he estado un ratito al plumazo» se le escapaba bajo unos ojos soñolientos. Cuando un día la amenazó diciendo que no volvería más, ella se rió: «¡Yo le doy un campanilleo en su puerta!», y él ya no sabía si estaba asustado o si se sentía feliz; Grigia tuvo que haberlo notado ya que preguntó: «¿Se arrepiente? ¿Mucho se arrepiente?»

Estas palabras eran algo así como los dibujos de los delantales y pañuelos y como los ribetes multicolores en el borde de las medias, algo modernizados por su larga peregrinación y, sin embargo, vestigios misteriosos en la actualidad. Ella tenía la boca llena de estas palabras, y cuando la besaba nunca sabía si amaba a esta mujer o si ocurría un milagro en el cual Grigia era sólo parte de un lance de fortuna que le seguía atando hasta la eternidad a su amante. Una vez Grigia le dijo sin rodeos: «Él piensa en otra cosa muy distinta, se lo veo por dentro», y cuando inventó un pretexto, ella observó solamente, «Ah, ésta es una ‘scuse’ muy particular». Le preguntó lo que significaba aquello, pero ella no quiso explicarse; él tuvo que pensarlo largo rato hasta que pudo sacarle lo suficiente para adivinar que doscientos años atrás habían vivido aquí también mineros franceses y que tal vez la palabra haya sido «excuse». Pero pudo ser también otra cosa más extraña.

Esto puede sentirse con fuerza o no sentirse. Puede ser que uno tenga principios, y entonces es sólo una broma estética a la cual no dará ninguna importancia. O bien no tiene uno principios, o tal vez se le acaben de aflojar un poco, que es lo que le ocurría a Homo cuando viajaba, y entonces puede suceder que estos fenómenos vitales ajenos tomen posesión de lo que se ha quedado sin dueño.