Pero no le dieron ningún nuevo yo, que la dicha hubiera vuelto ambicioso y firme, sino que se instalaron al azar formando puntos bonitos sin coherencia alguna en la silueta de su cuerpo. Algo le decía a Homo que moriría pronto, aunque no sabía ni cómo ni cuándo. Su vieja vida se había quedado sin fuerzas; se volvió como una mariposa que va debilitándose conforme se acerca el otoño.
A veces lo comentaba con Grigia, que tenía una manera muy particular de preguntárselo: era respetuosa como si se tratara de algo que le habían confiado, y no mostraba ningún egoísmo. Parecía encontrar normal que detrás de sus montañas hubiera personas que él quería más que a ella, a la que amaba con toda su alma.
Y él no sentía disminuir este amor, lo sentía crecer y renovarse: su amor por Grigia no empalidecía, pero a medida que se intensificaba iba perdiendo la facultad de inducirle a hacer o dejar de hacer algo en la realidad.
Carecía de peso y de todo vínculo terrestre, era del estilo extraordinario que únicamente conoce el hombre que sabe que su vida acaba y sólo espera la muerte; por sano que hubiera estado antes, en ese momento sentía que su cuerpo se enderezaba como el de un paralítico que de repente tira sus muletas y echa a andar.
Esta sensación alcanzó su máxima intensidad cuando llegó el henaje. El heno estaba ya segado y seco, faltaba tan sólo agavillarlo y subirlo por las praderas de la montaña. Homo lo contemplaba desde la loma más próxima que, como en un movimiento de columpio, se alzaba allá en lo alto. La muchacha —sola en la pradera, una muñequita coloreada bajo la inmensa y transparente campana del cielo— ata una enorme gavilla por todos los procedimientos imaginables. Se arrodilla y con los dos brazos recoge el heno. Muy sensual, se tumba boca abajo en el manojo y con las manos lo va apretando de arriba abajo. Se pone muy de lado y lo coge con un solo brazo, que extiende lo más posible. Va trepando en él, apoyada en una rodilla, en las dos rodillas. Homo se da cuenta de que tiene algo de escarabajo pelotero. Por fin mete todo su cuerpo debajo de la gavilla atada con una cuerda y, lentamente, se levanta con ella a cuestas. El manojo es mucho mayor que la esbelta y multicolor figurita humana que lo lleva —¿o acaso aquello no es Grigia?
Cuando, en busca de ella, Homo recorría en lo alto la larga hilera de montones de heno que las labradoras habían erigido en la terraza que formaba la pendiente, éstas estaban descansando; entonces apenas si lograba calmarse, pues estaban echadas encima de sus pilas de heno igual que las estatuas de Miguel Ángel en la Capilla de los Médicis de Florencia, con la cabeza apoyada en un brazo y el cuerpo acostado en una suave ondulación. Y cuando hablaban con él y tenían que escupir, lo hacían con mucho arte; con tres dedos sacaban una brizna de heno, escupían en su embudo y volvían a taparlo; esto podía hacer reír; sólo cuando se era uno de ellos, como Homo buscando a Grigia, esta ruda dignidad también podía asustar. Pero Grigia pocas veces estaba entre ellas; por fin la encontraba acurrucada en un campo de patatas, mirándole con una sonrisa. Él lo sabía, ella no llevaba nada más que las dos sayas; la misma tierra seca que se deslizaba por sus dedos esbeltos y ásperos le tocaba el cuerpo. Pero ya no le chocaba, su alma se había familiarizado de una manera extraña con el tacto de la tierra; ni tal vez encontrara a Grigia en este campo, ni fuera la época de la siega del heno, pues la vida se había vuelto confusa.
El heno olía a ácido, como los brebajes de los negros que se componen de una masa de frutas y saliva humana. Bastaba acordarse uno de que aquí vivía entre salvajes para sentir de pronto la embriaguez producida por el calor del recinto estrecho, lleno hasta el techo de heno efervescente.
El heno le aguanta a uno sobre todas sus capas. Llega hasta la pantorrilla cuando se está metido en él de pie, inseguro y bien apoyado a la vez. Se está tumbado en él como en la mano de Dios, uno quiere revolcarse en la mano de Dios como un cachorro o un cerdito. Se está echado en declive y casi en vertical, como un santo que, envuelto en una nube verde, va subiendo hacia el cielo.
Eran días nupciales, días de la Ascensión.
Pero un día Grigia dijo: se acabó. Homo no logró que le dijera el por qué. Cierto gesto alrededor de su boca y la pequeña arruga vertical entre los ojos, que sólo acostumbraba a formar cuando escogía el henal de la próxima cita, anunciaban una tormenta próxima. ¿Habían caído quizás en poder de las malas lenguas? Pero las comadres que tal vez habían notado algo se mostraban todas siempre sonrientes, como si se tratara de algo que da gusto ver. A Grigia no le arrancaba ni una palabra. Todo eran excusas, y él la encontraba con menos frecuencia; pero vigilaba sus palabras como un campesino desconfiado.
Una vez Homo tuvo un mal agüero. Se le habían desatado las bandas, y estaba apoyado en una valla atándoselas, cuando pasó una labradora que le dijo afablemente: «Pero deje las calcetas donde están, que pronto se hará de noche». Esto ocurrió cerca de la casa de Grigia. Cuando se lo contó a Grigia, ella puso una cara arrogante y dijo: «Hay que dejar que la gente hable y que el río corra»; pero tragaba saliva y tenía sus pensamientos puestos en otra cosa.
1 comment