Él se acordó de repente de una campesina extraña que tenía la cabeza de una azteca y estaba siempre sentada delante de su puerta; el pelo negro que le tapaba los hombros lo llevaba suelto, la rodeaban tres niños sanos y mofletudos. Grigia y él pasaban todos los días delante de su casa, sin darse cuenta; era la única labradora que él no conocía y, cosa rara, nunca había preguntado por ella, a pesar de que su físico le llamaba la atención; era casi como si la vida sana de sus hijos y la expresión turbada de su cara le hubieran causado la impresión de compensarse mutuamente a cero. Tal como él estaba ahora, de pronto le pareció seguro que lo inquietante procedía sólo de ahí. Preguntó quién era, pero Grigia se encogió de hombros enfadada y sólo balbuceó: «¡Ésa no sabe lo que dice! ¡Una palabra por aquí, otra palabra por allá al viento!» Acompañó lo dicho con un gesto adusto, pasándose la mano por la frente como si quisiera desvalorizar en seguida el testimonio de aquella persona.

Como fue imposible convencerla para que volviera otra vez a los henales esparcidos alrededor del pueblo, Homo le propuso subir a más altura de la montaña. Ella no quería, y cuando por fin cedió dijo en un tono que más tarde, en el recuerdo, Homo encontró sospechoso: «Bien; si es que tenemos que irnos fuera». Hacía una mañana preciosa; allá en la lejanía se extendía el mar de las nubes y de los hombres. Grigia rehuyó, inquieta, todas las chozas y en campo abierto —ella que siempre había mostrado una naturalidad encantadora en todas las disposiciones de su estrategia amorosa— se volvió recelosa y temió encontrarse con miradas agudas. Esto a él le impacientó y se acordó de que acababan de pasar por la antigua galería de una mina cuya nueva explotación por su propia gente había sido abandonada muy pronto. Hizo entrar a Grigia. Cuando volvió la cabeza por última vez, vio un pico cubierto de nieve y debajo el sol doraba un pequeño campo de espigas agavilladas; encima, el cielo blanquiazul. Grigia volvió a hacer una observación que era como una alusión, había notado su mirada y dijo cariñosamente: «El azul del cielo lo dejamos mejor en su sitio para que se conserve bonito»; pero se olvidó de preguntarle a qué se refería con eso, porque penetraron a tientas y con mucha precaución en una oscuridad cada vez más estrecha. Grigia iba delante y cuando al cabo de un rato la galería se ensanchó, formando una pequeña estancia, pararon y se abrazaron. El suelo bajo sus pies daba la impresión de bueno y seco; se acostaron sin que Homo hubiera sentido el deseo, propio del hombre civilizado, de examinarlo a la luz de una cerilla. Otra vez Grigia le penetró como tierra suave y seca, la sintió entumecerse en la oscuridad y ponerse rígida de gozo; entonces se quedaron tumbados uno al lado de otro y miraron, sin ganas de hablarse, el pequeño cuadro de luz que daba allá al día blanco y resplandeciente. Homo revivía ahora la subida hasta allí; vio su encuentro con Grigia a la salida del pueblo, la subida por la montaña, vio las medias azules que terminaban en un ribete naranja bajo la rodilla, el andar de Grigia con sus zuecos graciosos, meciéndose en las caderas; la vio pararse delante de la galería, vio el paisaje con el pequeño campo dorado y, de repente, descubrió en la claridad de la entrada la imagen del marido.

No había pensado nunca en aquel hombre, empleado en las obras; vio entonces su cara aguda de cazador furtivo, con ojos oscuros y astutos, y repentinamente se acordó también de la única vez en que le había oído hablar; fue después de haber entrado a gatas en una vieja galería, cosa que no había osado nadie más, y fueron éstas sus palabras: «He pasado de un maldito alud a otro; la vuelta sí que es difícil». Homo echó mano rápidamente a su pistola, pero en el mismo instante el marido de Lene María Lenzi desapareció y una densa oscuridad los envolvió en la galería. Homo fue tentando el camino hacia la salida, con Grigia agarrada a sus ropas. Pero se convenció en seguida de que la roca colocada a la entrada pesaba mucho más de lo que sus fuerzas eran capaces de mover; ahora comprendía también por qué el hombre les había dado tanto tiempo, lo necesitaba él para tramar su plan y procurarse un tronco para utilizarlo como palanca.

Grigia estaba arrodillada ante la piedra y suplicaba y vociferaba; fue desagradable e inútil. Juró que ella nunca había hecho nada malo y que nunca volvería a hacer nada malo, rompió a gritar como un cerdo y corrió desatinada hacia la roca como un caballo desbocado. Por fin Homo sintió que así se cumplían las leyes de la naturaleza; pero él, hombre culto, al principio no pudo nada contra su incredulidad de que algo irrevocable hubiera pasado. Estuvo apoyado en la pared escuchando a Grigia, con las manos en los bolsillos. Más tarde reconoció su destino; como en una visión sintió otra vez cómo éste se posaba en él durante días, semanas y meses enteros, tal como tiene que empezar un sueño que dura mucho. Cogió a Grigia tiernamente con el brazo y la tumbó. Se acostó a su lado, en espera de algo. Antes, tal vez, hubiera pensado que en semejante cárcel sin evasión posible el amor tenía que ser doloroso como los mordiscos, pero olvidó pensar siquiera en Grigia. Estaba apartada de él o de ella, aunque seguía notando el roce de su hombro; su vida entera se había alejado de él, y aunque sabía que la tenía aún, ya no pudo tocarla. Quedaron inmóviles durante horas, quizás habían pasado días y noches; habían dejado atrás el hambre y la sed como un trecho de camino lleno de excitación, se fueron haciendo cada vez más débiles, ligeros y ensimismados; dormitaron a través de mares inmensos en los que flotaban islotes de duermevela. Una vez Homo se despertó sobresaltado en una de aquellas islas: Grigia ya no estaba allí; tuvo la certidumbre de que esto había pasado pocos momentos antes.

Sonrió. No le había hablado de una salida, ¡Quiso dejarle atrás, como prueba para su marido...! Se acodó mirando a su alrededor y descubrió entonces un escaso reflejo de luz. Se acercó un poco andando con manos y pies en el suelo, penetrando aún más en la galería —habían mirado siempre hacia el otro lado.