Poco después, Joyce mejoró ligeramente pasando a la cercana Trieste, donde también fue a enseñar su ayudador hermano Stanislaus —y una hermana, que se casó con un banquero austríaco. Por suerte, James Joyce, siempre gran lingüista, hablaba ya fluidamente el italiano, aprendido por gusto con un jesuita en Dublín: un elemento más de su gradual apego a Trieste. El italiano fue el idioma de la familia Joyce, incluso cuando se trasladaron luego a Zürich y a París: en italiano serían las desesperadas conversaciones de Joyce con su hija Lucia cuando ésta fue hundiéndose, en Francia, en una progresiva demencia a la que quizá contribuyeron su atmósfera de desarraigo, su identificación con su padre y la bizquera que estropeaba su belleza —alguien habla, pero no parece comprobado, de una tragedia sentimental, un fracasado amor, en París, por el gran discípulo de su padre, Samuel Beckett.
En Trieste, Joyce se encontró en gran estrechez económica: mientras tanto, su lanzamiento editorial tropieza con dificultades: Dublineses había sido aceptado por un editor de Londres, pero no se publica por diversos tabús —miedo a reacciones locales, puritanismos británicos, y sobre todo, temor por algunas alusiones a la realeza. En 1912 son quemados sus ejemplares ya impresos, y no saldrá hasta 1914, con otro editor.
Mientras tanto, en 1905, ha nacido su hijo, Giorgio. Entre 1906 y 1907, según se indicó, Joyce intentó consolidar su posición trabajando en un banco en Roma, pero le ahogaba el empleo oficinesco, y volvió a su ya imprescindible Trieste, donde, ese mismo año 1907, nació su hija Lucia, en el pabellón de pobres del hospital, mientras Joyce estaba gravemente enfermo con fiebres reumáticas —tal vez por infecciones dentales que, con su afición constante al alcohol, contribuyeron al mal estado de sus ojos, a la larga, casi ceguera. También en 1907 se publica en Londres la primera colección de versos de Joyce, Chamber Music, no sin vacilaciones de última hora del autor, que se da cuenta de lo atrasadas que quedan esas poesías al lado de sus empeños narrativos de entonces.
Entre 1909 y 1912, Joyce hace tres viajes a Irlanda, uno de ellos con un proyecto práctico digno del señor Bloom, pero que efectivamente hubiera podido sacarle de su pobreza: establecer una sala de cine, la primera de Dublín —Cine Volta—, un buen negocio si Joyce se hubiera quedado atendiéndolo en Dublín. Pero regresó a Trieste, donde, en 1912, la familia Joyce se habría visto puesta de patitas en la calle de no ser por los préstamos del buen hermano Stanislaus. Algo mejora luego la posición de Joyce al obtener una cátedra de inglés en la escuela comercial Revoltella —que, después de la guerra, sería parte de la Universidad de Trieste, my revolver University, diría Joyce, jugando con rivoltella, «revólver». También publica algunos artículos sobre la cuestión irlandesa en el periódico local Il Piccolo, escritos en su atildadísimo italiano, y da varias conferencias públicas —notables las dedicadas a su predilecto Daniel Defoe, y a Blake. También da clases particulares, a veces a alumnos de gran categoría personal: así, a un gran industrial judío, Ettore Schmitz, al cual y a su mujer —que luego sería la Anna Silvia Plurabelle de Finnegan’s Wake—, les leyó un día Joyce el relato final de Dublineses. Schmitz, impresionado por la calidad literaria de su mercante di gerundi, como le llamaba, le confió que había publicado hacía tiempo dos novelas que no habían tenido ningún eco, Una vita y Senilità, bajo el seudónimo —el lector ya habrá caído en la cuenta— de Italo Svevo. Joyce, después de leerlas, citó de memoria con elogio algunos pasajes, afirmando que ni el mismo Anatole France los mejoraría. Schmitz, estimulado, volvió al ejercicio de la literatura, publicando unos años después La coscienza di Zeno, que Joyce, entonces en París, hizo leer a su propio «lanzador», Valéry Larbaud, obteniendo el aplauso no sólo de éste, sino, a través de éste, de Eugenio Montale, con lo que Italo Svevo empezó a contar para la conciencia literaria italiana.
Otro hecho, al que acabamos de aludir, iba tomando creciente importancia en la vida de Joyce: desde siempre dado a la bebida, como buen dublinés, adopta el vino como recurso y evasión —no sin discriminar y matizar en sus calidades, aparte de preferirlo como elemento de la buena mesa, cuyos placeres compartía con Nora, también de apetito realmente homérico. A Joyce no le gustaba el vino tinto —«bistec licuefacto», le llamaba—, sino el blanco —«electricidad», según él—, procurando ser fiel a alguna determinada especie local: en Zürich elegiría, para su monogamia alcohólica cierto Fendant de Sion, con vago saborcillo a mineral metálico, en alemán Erz, que él extendió a Erzherzogin («archiduquesa») para dar una interpretación de su color a tono con el Ulises en que trabajaba, y siguiendo la sugerencia de un amigo italiano: «Sí, è pipí, ma è pipí di arciduchessa».
Por desgracia, el alcohol dañaba a Joyce en su punto débil, los ojos, afectos de varios trastornos que, a pesar de diez delicadísimas operaciones durante los veinte años siguientes, le dejarían casi ciego. Cierto que parecía haber en ello algo de predestinación —kismet, diría el señor Bloom—: Joyce era poco visual y muy musical, con una excelente voz de tenor, probada con éxito en conciertos, y literariamente pendiente siempre del oído —en Ulises, piénsese sobre todo en [11]—, mientras que sobre pintura se conservan muy pocas, aunque buenas, observaciones suyas, a la vez que su sentido óptico de la tipografía y la corrección de pruebas era desastroso. Incluso, hay quizá siempre cierta torpeza en la descripción joyceana de movimientos, desplazamientos y referencias en el espacio: por ejemplo, en el comienzo de Ulises, quizá sea eso uno de los factores que lo hacen ser el punto más débil y oscuro de todo el libro.
1914 es el año literariamente decisivo para James Joyce, no tanto porque al fin se publique Dublineses, cuanto por la aparición en su horizonte de un providencial agente literario: Ezra Pound. El poeta exilado americano, entonces secretario de W. B. Yeats en Londres, desarrollaba su especial talento de buscador de talentos, procurando colaboraciones para revistas inglesas y norteamericanas. Al invitar a Joyce, por sugerencia de Yeats, a que enviara algo para la londinense The Egoist, aquél le envía parte del Retrato del artista, que, desde el número de febrero, va apareciendo, hasta su totalidad, en entregas mensuales: desde entonces, Joyce se siente alguien en la auténtica sociedad literaria, gracias a ese «cónsul general» que era Pound. Termina así el Retrato, bajo el estimulante apremio de los plazos fijos, después que, en un momento de desánimo, había tirado el manuscrito al fuego, de donde lo salvó su hermana. Al utilizar para el Retrato ese borrador que había sido Stephen Hero, deja fuera —como ya dijimos— su episodio final: ahora, publicado el Retrato, lo convertirá en la primera secuencia de lo que será Ulises ([1]-[3]). El estirón de la estatura literaria de Joyce es notable, pero, increíblemente, en ese punto, en vez de seguir adelante, se echa atrás una temporada para escribir un opaco dramón neoibseniano ventilando pleitos personales, Exiliados. Con todo, es como si así soltara lastre muerto: a partir de ahí, combina la nueva andadura de Stephen Dedalus con la vieja idea de un Ulises asistido por un judío-samaritano —sólo que ahora el judío se vuelve uliseico él mismo.
Y no está solo Pound —il signor Sterlina, traduce su protegido— en asistir a Joyce: la editora de The Egoist, Harriet Shaw Weaver, fascinada por la genialidad del Retrato, se convierte en ángel custodio de Joyce, mucho tiempo a distancia y a menudo en secreto, mientras duran los años de gestación y lanzamiento de Ulises. Entre tanto, precisamente cuando Joyce se está entregando con energía a su gran creación, estalla la Primera Guerra Europea —la «Gran» Guerra—, que, en su ánimo, le deja indiferente: después, preguntado cómo se las había arreglado durante ese tiempo, se limitaría a exclamar con indolencia: «Ah sí, he oído decir que ha habido una guerra por ahí». Pero, materialmente, la guerra termina con su trabajo y su residencia en Trieste, ciudad entonces austrohúngara, donde Joyce era, pues, ciudadano de país enemigo. Su hermano Stanislaus, soltero y más joven y más político, es internado en un campo de concentración, mientras que James, padre de familia y militarmente inútil por su mala vista, puede pasar con los suyos a la neutral Suiza, sin más que dar su palabra de honor de que no actuaría por la causa militar aliada. Y bien dispuesto estaba el antimilitarista Joyce a guardar esa palabra, pero, de modo pacífico, no se negó a contribuir al prestigio cultural británico en Zürich apoyando un grupo dramático inglés donde actuó su mujer —para terminar en seguida peleándose con el cónsul británico por un motivo trivial.
Zürich, centro del oasis suizo entre países combatientes, hervía de espías y de figuras variopintas: en el café Pfauen, Joyce conoció fugazmente a aquel revolucionario ruso, Vladímir Uliánov, que, cuando ya no esperaba nada, se vio invitado a volver a su patria por los alemanes, con la maquiavélica esperanza de que fomentaría el desorden en la retaguardia zarista —y era Lenin, claro. En cambio, no llegó a conocer —cartas cantan— a aquel desertor alemán, Hugo Ball, que compró el Cabaret Voltaire para dar espectáculos literarios en colaboración con un poeta rumano, Tristan Tzara, francés de lengua adoptada —y ahí nació Dada. Algunos se sentirían tentados a imaginar contactos entre el dadaísmo y el que entonces escribía Ulises, pero no creemos que a éste le hubiera podido interesar aquel movimiento, pues Ulises contiene de sobra, sólo que en forma «aplicada», como elemento de un relato coherente, todo lo que el dadaísmo quiso aislar en forma químicamente pura.
Desde junio de 1915 hasta octubre de 1919, la familia Joyce residió en Zürich —hay un vago episodio sentimental sin materializar, con una tal Martha Fleischmann (Martha será la corresponsal pseudónima de Bloom en Ulises).
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