En 1916 se publica el Retrato en forma de libro en Nueva York (un año después, en Londres); en 1918, también en ambas orillas, la obra teatral Exiliados. Joyce, en Zürich, vive absorto en su creciente obra: cuanto pasa o se dice en su horizonte encuentra o no resonancia en su ánimo según que pueda insertarse en el complejo tejido de su libro. Los numerosos amigos judíos y griegos que hace entonces no imaginaban que estaban sirviendo de materia para su trabajo. A veces, se le va una jornada entera de labor en determinar el mejor orden de las palabras en sólo dos frases —pensamos en Flaubert, maestro de Joyce no sólo en esto, sino en su fascinación por las tonterías del lenguaje corriente y las pedanterías de los hombres vulgares—: como señalaría Pound, el señor Bloom tiene mucho de Bouvard y Pécuchet, a la vez que de autocaricatura de Joyce, y ahí —y eso ya lo señalamos nosotros— radica el problema de la verosimilitud psicológica de Bloom, demasiado rico en el material verbal de su pensamiento para poder ser, sin más, ese señorín semiculto de opiniones risibles.
Cada episodio surgía en torno a un término de referencia a la Odisea —que se indicará luego en resumen—: referencia a veces muy remota, y, a menudo, con algo de private joke, de chiste que sólo entiende el que lo hace, si no da especial información al contarlo. Más importante que ese andamiaje es el hecho de que cada episodio tenga una técnica y una voz diferentes —si se quiere, «un punto de vista» diferente. De hecho, algunos de los dieciocho capítulos tienen más de una voz, bien sea sucesivamente [13], bien sea en alternancia [12]. Por lo que toca al «punto de vista», hay capítulos —los menos— en que el señor Bloom aparece visto —o entrevisto fugazmente— desde alguna otra persona, o desde un narrador impersonal: más frecuente es que el relato incluya —o aun tenga como base— el proceso mental del señor Bloom en su verbalización básica, sin necesidad de hacer explícitas las conexiones lógicas ni explicar las referencias. Esto es lo que suele designarse con el término de Henry James «corriente de conciencia», y lo que llamó Valéry Larbaud, al presentar Ulises, «monólogo interior»: el propio Joyce lo llamó «palabra interior» al declararse deudor de tal técnica a la olvidada novela de Edouard Dujardin Les lauriers sont coupés —recientemente traducida en España. Quizá silenciaba James Joyce hasta qué punto debía esa técnica a su hermano Stanislaus, quien, en un esbozo psicológico-narrativo, intentó imitar el monólogo interior de un moribundo tal como se lo había sugerido Tolstoi en el personaje Praskujin de los Apuntes de Sebastopol. En todo caso, Joyce sacó así de su olvido a Dujardin: ya antes de publicarse Ulises, en 1921, Valéry Larbaud imitó esa técnica en sus Amants, heureux amants, señalando debérsela a Dujardin, a través de Joyce, en su prólogo a la reedición de Les lauriers en 1924. Dujardin dedicó esta reedición a Joyce como milagroso autor de su resurrección literaria; y, en efecto, no sólo escribió otra posterior novela, sino que se hizo teórico de su técnica (en 1931 publicó un libro titulado Le monologue interior). Por su parte, Joyce, cuando aparece la traducción francesa de Ulises, envía un ejemplar a Dujardin así dedicado: «A E. D., annonciateur de la parole intérieure. Le larron impénitent, James Joyce».
A finales de 1917, Joyce creía tener ya una gran parte del libro —tal vez, sin embargo, no sería ni la mitad del resultado final, que no preveía tan largo—: entonces pensó en ir publicando ya lo escrito, en forma serial, tal vez como manera de estimularse y obligarse a sí mismo a llevar la novela, a plazo fijo, a un término que todavía no veía muy claro. Naturalmente, Joyce brindó la publicación a Harriet Shaw Weaver, en The Egoist, donde había aparecido el Retrato. Pero aquí se iba a plantear más agudamente el problema que ya había previsto Joyce cuando trabajaba en el Retrato, según escribió a Stanislaus: «Lo que escribo con las intenciones más lúgubres, será considerado como obsceno».
El puritanismo anglosajón no podía —entonces— admitir la franqueza absoluta de la obra joyceana, que anota todas las tonterías e indecencias que pudieran írseles pasando por las mentes a sus criaturas narrativas. Probablemente una tradición católica —y aún más si jesuítica, como la de Joyce— da ciertas facilidades para semejante franqueza de cinismo total —que, en definitiva, es también franqueza para con nosotros mismos, en cuanto que reconocemos que nuestra mente tiene no poco de semejante con cualquier mente que se destape—: y no sólo por la costumbre de la confesión, con su examen previo, incluso de pensamientos, sino por la conciencia de que siempre estamos pasando de justos a pecadores y viceversa, por lo que no importa demasiado reconocer las propias faltas y vicios, y, en concreto, la tendencia de nuestro pensamiento a la deriva, en su impunidad solitaria, a pararse en lo que no debe. Como ya dijo el vulgo, o sea Campoamor, la vida es
pecar, hacer penitencia,
y luego vuelta a empezar. |
Basta que la muerte no sea «supitaña» y deje un momento para el trámite final, pues, como dijo Don Juan Tenorio,
un punto de contrición
da al alma la salvación. |
(Los italianos saben llegar aún más lejos que los españoles en el uso de la autoacusación como hábil coartada: «Sono un porco!» grita Aldo Fabrizi en el final de Prima Communione, y queda así como un señor, dispuesto a recomenzar sus pequeñas porquerías.)
En cambio, en la tradición calvinista puritana, con su intenso sentido de predestinación, entre los «santos» y los que se van a condenar, resulta más escandaloso semejante destape total de la conciencia, porque, a ese nivel básico, en la «palabra interior», el lector puede desconfiar de pertenecer a los «santos» al descubrirse tan parecido en su mecanismo mental a los personajes literarios —por más que procure reprimir y limpiar su pensamiento—:
Hyppocrite lecteur, mon semblable, mon frère!
Para la publicación de la obra joyceana —lo mismo en Inglaterra que en los Estados Unidos— las barreras eran múltiples y temibles (hablamos en pretérito porque, aunque tal vez las leyes sigan siendo las mismas, hoy no se suele pensar en los países anglosajones que un libro tenga el menor efecto en la moral pública). Ante todo, la acusación de obscenidad se juzgaba referida a pasajes, e incluso frases, e incluso palabras sueltas, sin poder apelar al contexto —criterio éste según el cual la Biblia debería estar prohibida, al menos en su Antiguo Testamento. Además, los impresores eran los primeros responsables de toda posible indecencia, sin poder descargarse en editores o autores. Después venían —y vienen, con toda actualidad— las autoridades postales, que de hecho funcionan como censura gubernativa, con atentos lectores y activos hornos crematorios, en cuestiones de obscenidad y de subversión política. Y, por encima de todo, la autoridad judicial, dispuesta a actuar a requerimiento de individuos o sociedades dedicadas a la persecución de la indecencia.
Harriet Shaw Weaver, despreciando su propio riesgo, hubo de pasar un año buscando tipógrafo, hasta que encontró uno que se atrevió a imprimir —y eso con algunos cortes— los capítulos [2], [3], [6] y [10]. (El matrimonio Virginia-Leonard Woolf rechazó la oferta de ser coeditores e impresores, en su prensa de mano de la Hogarth Press.) Para entonces, Joyce, impaciente, ya había recurrido a Ezra Pound, con la esperanza de hallar más libertad en Estados Unidos. Pound envió los tres primeros capítulos a la Little Review, nacida en Chicago en 1914 y recién trasladada a Nueva York, bajo la inspiración de Margaret Anderson, quien, apenas leyó el primer párrafo del capítulo [3], dijo «Lo imprimiremos aunque sea el último esfuerzo de nuestra vida». Pero tampoco fue fácil encontrar un tipógrafo igualmente entusiasta: al fin, un serbocroata, insensible a los atrevimientos verbales en inglés, se prestó a ello. Lo malo de la publicación por capítulos en la revista era que si una sola de las entregas era condenada, ya no podría publicarse el libro en su integridad, pero Joyce desoyó el prudente consejo de abandonar la serialización y reservar toda la batalla para el libro entero una vez acabado. Y, en efecto, los censores de Correos, verdaderos Argos de asombrosa capacidad de lectura, no tardaron en caer sobre la minoritaria revistilla, confiscando y quemando los números donde iban los capítulos [8], [9] y [12]. Si el lector observa de cuáles se trata —sobre todo [9] y [12]— se asombrará de tal quema: el caso de [8] es especialmente interesante, porque, aparte de algún vago ensueño erótico de Bloom, lo que escandalizó debió ser la crudeza con que se pinta el acto de comer y beber, amén de las ventosidades finales.
Joyce, cuyos inocentes Dublineses ya habían ardido inéditos en su primera edición, comentó: «Es la segunda vez que me queman en este mundo, así que espero pasar por el fuego del purgatorio tan deprisa como mi patrono San Luis Gonzaga». Pero aún hubo algo peor: el capítulo [13], con exhibicionismo distante de ropa interior de Gerty MacDowell, fue denunciado por la Sociedad para la Prevención del Vicio, de Nueva York, y, a pesar de brillantes defensas de orden literario, fue condenado a multa y abandono de la publicación. Era en 1921: las víctimas tuvieron conciencia de un paralelo con los procesos en que —en un mismo año (1875) y con el mismo fiscal, por cierto, secreto autor de versos pornográficos— fueron condenados Les fleurs du mal y Madame Bovary.
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