Pero la obra de Baudelaire pudo seguir editándose con la exclusión de las pièces condamnées, y la condena de Madame Bovary fue más bien una reprimenda, incluso buena propaganda para las posteriores ventas del libro —con horror de Flaubert ante tal malentendido.
Quedaba una última posibilidad: París. James Joyce, en 1920, se había instalado en París, con su familia, tras un intento de reestablecimiento en Trieste, y pensando detenerse sólo unos días de camino a Londres. Ezra Pound, ya establecido en París, aconsejó a Joyce asentarse allí, uniéndose así los dos a la multitud de americanos literarios de los años veinte —Hemingway, Faulkner…—, presidida por la exilada de antes de la guerra, Gertrude Stein —quien, por cierto, sentiría luego grandes celos de Joyce, reivindicando su primacía en ciertas invenciones técnicas.
El consejo de Pound resultó ser tan sano como todos los suyos —y no sólo con Joyce: es sabido qué bien corrigió a Eliot su Waste Land, precisamente por entonces. En efecto, James Joyce, apenas llegado, conoció a Sylvia Beach, una joven americana que acababa de abrir una librería de lengua inglesa, Shakespeare & Co., a la vuelta de la esquina de la célebre Maison des Amis du Livre, de su amiga Adrienne Monnier. Sylvia Beach, al saber los problemas censoriales de Joyce, empezó a actuar como su propagandista, buscándole el apoyo de la crítica francesa. Ante todo, hizo leer el Retrato a Valéry Larbaud, comprensivo y abierto a diversas literaturas del mundo —en España, Gabriel Miró y Ramón Gómez de la Serna disfrutaron de su aplauso y su amistad—, aparte de fino creador él mismo —su Fermina Márquez es una de esas novelas menores que no se olvidan. Larbaud, impresionado por el Retrato, quiso conocer al autor, lo cual organizó hábilmente Sylvia Beach en una fiesta navideña, cantando carols en cordial reunión: allí, Larbaud pidió los capítulos de Ulises ya aparecidos en revista. Apenas recibidos, escribió a Sylvia Beach: «Estoy leyendo Ulises. En realidad no puedo leer otra cosa, no puedo ni pensar en otra cosa». Acabada la lectura, una semana después, volvía a escribir: «Estoy loco delirante por Ulises. Desde que leí a Whitman, a mis 18 años, ningún libro me ha entusiasmado tanto… ¡Es prodigioso! Tan grande como Rabelais: el señor Bloom es inmortal como Falstaff». Y se puso a traducir unos fragmentos para la Nouvelle Revue Française.
Esto ocurría un poco antes de la condena judicial en Nueva York: al producirse ésta, Sylvia Beach decidió editar ella misma Ulises en París, tarea a la que iba a dedicar sus próximos años, bien absorbidos por las exigencias y meticulosidades de Joyce: el rechazo judicial angloamericano contrastaba con la devoción sin límites de aquella mujer —devoción a Ulises, no a todo lo de su autor sin discriminación: cuando conoció Finnegan’s Wake lo definió sarcásticamente con un juego de palabras también muy joyceano, como a Wholesale Safety-Pun Factory, con alusión a safety-pin: «una fábrica de juegos de palabras de seguridad [imperdibles] al por mayor». Para ayudar a la financiación del libro, se buscaron mil suscriptores de una primera edición de lujo, cuya lista incluía nombres tan curiosos como el de Winston Churchill. En cambio Bernard Shaw, después de contestar a la petición haciendo un gran elogio de lo que había leído de Joyce, concluía: «Pero no conoce usted lo que es un irlandés, y de edad, si cree que está dispuesto a pagar 150 francos por un libro».
La impresión se anunciaba compleja —ya la copia a máquina había sido épica: Joyce empezó por pedir seis juegos de pruebas, en todos los cuales se lanzó a hacer añadidos y correcciones que a menudo extraviaba y enredaba, también por culpa de su vista, cada vez peor. (Todavía en 1975 no se dispone de un texto de Ulises limpio de errores: hay noticias de que se prepara para antes de 1980, ¡en Alemania!) Además, el impresor de Sylvia Beach, Darantière, estaba en Dijon, con los consiguientes enredos de envíos y comunicaciones. Y lo más curioso es que, a todo esto, el libro no estaba terminado: Joyce tenía aún pendiente mucho trabajo en los capítulos finales mientras corregía pruebas de los primeros. Y, para acabar de complicar, Joyce estaba empeñado en que el libro saliera el día que él cumplía cuarenta años —y ya adelantamos que lo consiguió: gracias al maquinista del tren de Dijon, pudo festejar su cumpleaños con un ejemplar de esa edición, para cuya cubierta se había ido ensayando cuidadosamente el color hasta lograr el azul que, como fondo de la tipografía en blanco, representaba para Joyce lo griego —mar y espuma, y la bandera griega—, así como, quizá, la ropa interior de Gerty MacDowell en [13].
Las reediciones se fueron sucediendo con frecuencia y regularidad. Empezó entonces la ridícula historia de los intentos de introducir Ulises en los países de lengua inglesa —aparte de los ejemplares contrabandeados por turistas o filtrados por correo. Harriet Shaw Weaver, invocando contratos previos con Joyce, se puso de acuerdo con Shakespeare & Co. para que la segunda y sucesivas ediciones llevaran el sello de The Egoist Press, aunque inevitablemente impresas en Francia: de los 2000 ejemplares de la segunda, se envían a Nueva York 500, confiando en el país de la libertad, pero son quemados todos: la tercera edición consta de 500 ejemplares, enviados a Inglaterra y confiscados —todos menos uno— por los aduaneros. Las ediciones 4.ª a 12.ª vuelven a tener el sello de Shakespeare & Co.: en 1932, una firma surgida en Hamburgo bajo el apropiado nombre The Odyssey Press se hace cargo del libro —de la 13ª edición, en dos volúmenes, impresa en Leipzig, es nuestro ejemplar.
A todo esto, en 1926, un editor poco escrupuloso de Nueva York lleva a cabo la ocurrencia de editar Ulises, jurídicamente mostrenco, en entregas mensuales de una revista, suprimiendo todo lo que pudiera ofender los castos ojos postales. Se organiza una protesta firmada por escritores de diversos países —muchos de los cuales, sin duda, no habían leído el libro; así, Unamuno. Comienzan también las traducciones, ante todo la alemana, luego la francesa, de compleja elaboración en grupo («traduction d’Auguste Morel revue par Valéry Larbaud, Stuart Gilbert et l’auteur»), que, a fuerza de argot, exagera y aun desvía el sentido del estilo original; la checa; dos japonesas en 1930 —año en que sale el libro de Stuart Gilbert, James Joyce’s «Ulysses» en que cita abundantemente el prohibido texto, ensalzándolo como obra maestra. Poco a poco, la situación parece madura para una prueba legal en los tribunales norteamericanos, que se provoca en 1933 enviando un ejemplar por correo y avisando a las autoridades para que lo confisquen. El juez neoyorquino de la causa, J. M. Woolsey, admitió el libro en un veredicto con coartadas de buena gracia literaria: «Respecto a las repetidas emersiones del tema sexual en las mentes de los personajes, debe recordarse siempre que el ambiente era céltico y su estación la primavera». Y añadía «Me doy cuenta sobradamente de que, debido a ciertas escenas, Ulises es un trago más bien fuerte para pedir que lo tomen ciertas personas sensitivas, aunque normales. Pero mi meditada opinión, tras larga reflexión, es que, si bien en diversos pasajes el efecto de Ulises en el lector es sin duda un tanto emético [vomitivo], en ningún lugar tiende a ser afrodisíaco». Random House lanza entonces rápidamente el libro: en vano la autoridad fiscal lleva el asunto a un tribunal superior, cuya mayoría también admite el libro.
Todavía hubo que esperar a otoño de 1936 para que Inglaterra permitiera la edición del libro proscrito (y es curioso que su entusiástico admirador T.
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