––(Lo retiene tocándolo con su aba­nico.) Me doy cuenta de que estoy hablando con un hom­bre que hizo su fortuna vendiéndole a un especulador de la bolsa un secreto de estado.

SIR ROBERT CHILTERN. ––(Mordiéndose el labio.) ¿Qué quiere decir?

MISTRESS CHEVELEY. ––(Levantándose y mirándolo de frente.) Quiero decir que conozco el verdadero origen de su fortuna y su carrera, y también que tengo su carta.

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué carta?

MISTRESS CHEVELEY. ––(Con desprecio.) La carta que le escribió al barón Arnheim cuando era usted secretario de lord Radley, en la que le decía al barón que comprase acciones del canal de Suez... Una carta escrita tres días antes que el Gobierno anunciase su pública subasta.

SIR ROBERT CHU.TERN. ––(Roncamente.) Eso no es cierto.

MISTRESS CHEVELEY. ––Creyó usted que la carta fue destruida. ¡Qué tonto! Está en mi poder.

SIR ROBERT CHILTERN. ––El asunto al que usted alude no fue más que una especulación. La Cámara de los Comunes aún no había acordado nada; podía haber sido rechazada la propuesta.

MISTRESS CHEVELEY. ––Fue una estafa, sir Robert. Llamemos a las cosas por su propio nombre. Esto las sim­plifica.Y ahora yo voy a venderle esa carta, y el precio que le pido es su apoyo al asunto de Argentina. Usted hizo su fortuna por un canal. ¡Debe usted ayudarnos a mis ami­gos y a mí a hacer la nuestra por otro!

SIR ROBERT CHILTERN. ¡Es infame! Lo que usted me propone es infame.

MISTRESS CHEVELEY. ––¡Oh, no! Éste es el juego de la vida, tal y como todos lo jugamos más pronto o más tarde.

SIR ROBERT CHILTERN. ––No puedo hacer lo que me pide.

MISTRESS CHEVELEY. ––Querrá decir que no puede evitar el tener que hacerlo. Usted sabe que está al borde de un precipicio. Y no puede poner condiciones. Tiene que aceptarlas. Suponiendo que se niegue...

SIR ROBERT CHILTERN. ––¿Qué pasaría entonces?

MISTRESS CHEVELEY. ––¡Mi querido sir Robert, sería su ruina! Eso es todo. Recuerde hasta dónde lo ha eleva­do su puritanismo en Inglaterra. Antes nadie pretendía ser mejor que su vecino. En realidad, al que era un poco mejor que su vecino se le consideraba excesivamente vul­gar y de clase media. Hoy día, con la manía moderna de la moralidad, todos tienen que conservar fama de pureza, incorruptibilidad y las otras siete virtudes... ¿Y cuál es el resultado? Van cayendo ustedes como los bolos... uno tras otro. No pasa un año en Inglaterra sin que alguien se hunda. Los escándalos daban encanto a un hombre, o al menos le hacían interesante...