Una de sus dos hijas se casó con mala fortuna y él la trató de la manera más implacable e inflexible. El peso de su mano cayó sobre la desdichada niña con tanta fuerza como suavemente sobre su hermana, casada con un hombre rico, a la que favoreció con todos los privilegios. Sólo espero que no tenga que verse medido por su propio rasero. No le deseo nada pero.
Mi actitud ante esos acontecimientos era contundente y no pude evitar que se me cayeran unas lágrimas, pues la historia de esa jovencita era cruel y había llorado por ella muchas veces.
—Si la casa pertenece a George Forley —dije—, casi podemos dar por sentado que su infortunado destino no podía ser otro, si es que es cosa del destino. ¿Esos papeles dicen algo de George Forley?
—Ni una palabra.
—Me alegro de saberlo. Lea, por favor, Trottle, ¿por qué no se acerca? ¿Por qué se mortifica usted relegándose a esas regiones árticas? Acérquese.
—Gracias, señora, no necesito acercarme más al señor Jarber.
Jarber dio media vuelta a la silla, se sentó completamente de espaldas a mi obstinado amigo y criado y dio comienzo a la lectura escupiéndole las palabras por encima del hombro y la oreja (los suyos, es decir, los de Jabez Jarber).
Leyó lo siguiente:
EL MATRIMONIO DE MANCHESTER
Elizabeth Gaskell
EL señor y la señora Openshaw se mudaron de Manchester a Londres y se instalaron en la casa en alquiler. Él era lo que Lancashire llaman representante, un vendedor empleado de una gran empresa manufacturera en proceso de expansión que iba abrir un almacén en la capital, del cual se haría cargo el señor Openshaw en calidad de superintendente. El cambio de residencia fue bastante de su agrado, pues tenía una curiosidad por Londres que no había podido satisfacer en sus breves visitas a la metrópolis. Al mismo tiempo, sentía un desprecio extraño y sutil por los londinenses a quienes siempre se había imaginado inteligentes y perezosos, sin más inquietudes que la moda y la aristocracia, matando el tiempo en Bond Street y lugares semejantes, destrozando la lengua inglesa y dispuestos a despreciarlo a él, a su vez, por provinciano. También le parecía escandaloso que los hombres de negocios pasaran tantas horas fuera de casa, acostumbrado como estaba a comer temprano, según el horario de Manchester y, por tanto a disfrutar de tardes más largas. A pesar de todo, le satisfizo la mudanza, aunque no lo habría reconocido ni siquiera en su fuero interno y, con sus amigos, siempre se refería a su ascenso como si se lo hubieran impuesto interesadamente sus superiores, a cambio eso sí, de un sustancioso aumento de sueldo. Ciertamente, el sueldo que percibía era tan generoso que le habría permitido alquilar una casa mucho mayor, si no se hubiera creído en la obligación de demostrar a los capitalinos lo poco que le preocupaban las apariencias a un hombre de negocios de Manchester. Sin embargo, amuebló el interior con todas las comodidades y en invierno ordenaba que las chimeneas de las habitaciones más frías estuviesen siempre encendidas en toda su capacidad. Además, tenía tan acentuado el sentido norteño de la hospitalidad que, si se encontraba en casa, no podía consentir que las visitas se marcharan sin haberlas obligado a comer y beber. Todos sus criados iban bien abrigados, estaban bien alimentados y recibían un trato amable, pues al señor le parecía ridículo ahorrarse gastos menores en todo lo relacionado con el bienestar y le divertía seguir practicando sus costumbres y preferencias personales aun en contra de la opinión de sus nuevos vecinos.
Su mujer era bonita y amable y tenía la edad y el carácter adecuados. Él tenía cuarenta y dos años y ella, treinta y cinco. Él era enérgico y decidido, ella, dulce y obediente. Tenían dos hijos o, mejor dicho, los tenía ella, porque la mayor, una niña de once años, era hija de la señora Openshaw y Frank Wilson, su primer marido. El menor se llamaba Edwin, tenía dos años y empezaba a balbucear; a su padre le encantaba hablarle en el más cerrado e ininteligible dialecto de Lancashire, para que el pequeño no perdiese lo que el padre consideraba el auténtico acento sajón.
La señora Openshaw, de nombre Alice, y su primer marido eran primos carnales. Ella era huérfana, sobrina de un capitán de la marina de Liverpool, una niñita callada y seria con un gran atractivo personal a la edad de quince o dieciséis años, de facciones correctas y tez resplandeciente. Sin embargo, era muy tímida y se consideraba muy tonta y torpe; su tía, la segunda esposa de su tío, la regañaba con frecuencia. Y así, cuando su primo Frank Wilson volvió a casa tras una larga ausencia en el mar y al principio la protegía y la trataba con amabilidad, después con atenciones y por último, enamorándose de ella desesperadamente, la joven no supo cómo agradecérselo. Es cierto que habría preferido que la actitud de su primo no hubiera pasado del primer o segundo estadio, pues la violencia de su amor la asustaba y confundía. Aunque el romance iba tomando forma ala vista de su propio tío, éste no se oponía ni lo favorecía. En cuanto a la madrastra de Frank, era una mujer tan voluble que no había forma de saber si lo que le complacía un día le caería en gracia al siguiente. Con el tiempo, sus enfados llegaron a extremos tales que Alice no sólo cerró los ojos gozosamente y se aferró a ciegas a la posibilidad de librarse de la tiranía doméstica que le ofrecía el matrimonio con su primo, sino que —y, puesto que era la persona ala que más apreciaba en el mundo, después de su tío (quién a la sazón se hallaba en el mar)—, una mañana huyó de casa y se casó con él, asistida por una sola dama: la doncella de la casa de su tía. Como consecuencia, Frank y su mujer se fueron a vivir a una pensión, la señora Wilson se negó a verlos y despidió a Norah, la afectuosa doncella, y ellos, de mutuo acuerdo, la tomaron a su servicio. Cuando el capitán Wilson regresó de su viaje se mostró muy cordial con la joven pareja y pasaba muchas tardes en la pensión del joven matrimonio fumando en pipa y tomando grog, pero les dijo que, en nombre de la tranquilidad, no podía invitarlos a su casa, pues su mujer les guardaba gran resentimiento, cosa que entristeció mucho a los jóvenes.
El carácter vehemente y apasionado de Frank, que lo llevó a considerar incumplimiento del deber conyugal la timidez de su mujer y lo poco que manifestaba, fue el principal germen de la desdicha que por ello se desencadenó. Pronto partiría de nuevo al mar y empezó a atormentarse y a atormentarla a ella, aunque en menor grado, con aprensiones y figuraciones de lo que podría sucederle en su ausencia. Por último, fue a ver a su padre y le rogó que insistiera en la posibilidad de recibir de nuevo a Alice en su casa, habida cuenta, sobre todo, del confinamiento al que se vería sometida próximamente, mientras él estuviera de viaje.
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